Un tocador de grandes dimensiones sobre el cual se encuentra una lámpara, un enorme cepillo para el cabello, una polvera, una serie de cajones y una caja que cumplirá múltiples funciones a lo largo de la función son parte del boudoir -habitación femenina del 1700 y el 1800- en el que se convierte el escenario.

Por esa escenografía se desplazan, bailan y cantan los solistas, el coro y el ballet en esta versión de La Traviata, que debutó en el Teatro del Bicentenario anoche y se repondrá el viernes y sábado próximos. 
Imponente, el diseño -lo primero en lo que repara el espectador- sorprende desde el comienzo hasta el final (sobre todo a los sanjuaninos no habituados a este tipo de producciones), aunque no prescinde de algunas perlitas... y no las del collar precisamente.

Con la dirección escénica de Willy Landin, esta es una coproducción con el Teatro Argentino de La Plata, que facilitó la escenografía y el vestuario (utilizada para su presentación en Buenos Aires), la verdad, impecables. Quizás, a primera vista, puede evocar el cuento de Alicia en el país de las Maravillas. Es que la puesta (con sobretítulos para una mejor comprensión) ubica a los actores como diminutos personajes en un contexto extradimensionado. De acuerdo a Landin, todo está "agrandado' para remarcar la "deformidad' con la que la gente miraba a Violetta, la protagonista, colocándola como un "objeto fetiche' y "deshumanizándola'.

Es para resaltar, el notable desempeño de los solistas invitados. Gran parte de la obra se la lleva la soprano Marina Silva que, con un caudal vocal extraordinario, se pone en el traje de Violetta, cortesana de la alta alcurnia parisina. La cantante convence con una actuación que pone la piel de gallina atravesando diferentes estados: desde esa mujer a la que sólo le interesan los placeres terrenales, hasta la que se enamora perdidamente y decide deshacerse de todos sus lujos, pasando por aquella que, en su lecho de muerte, sólo sueña con que vuelva Alfredo, su enamorado; el joven al que debe abandonar a pedido de su padre Germont, que le suplica que lo deje libre para que su apellido salga de la deshonra. El tenor Sebastián Russo es quien personifica a Alfredo, cuya voz no consigue la proyección de su compañera pero logra credibilidad actoral; y el barítono Leonardo Estévez a Giorgio Germont, un papel breve pero que adquiere un rol fundamental ya que es quien provoca la separación de los amantes y luego exhibe su arrepentimiento.

Pero, vale destacar, el trío se ve fortalecido por la fina labor de los coprotagónicos sanjuaninos. Este es el caso de Romina Pedrozo como una maravillosa Flora, íntima amiga de Violetta, que con su registro envuelve a la sala desde ese universo de lujuria; además de Sara Hidalgo como Annina, la ama de llaves de Violetta; Gabriel Arce como Gastone, César Sánchez y Eduardo Sierra (Barone Douphol), Jorge Romero (Marchese D'Obigny), Octavio Sosa (Giuseppe) y Carlos Infante (Commissionario).

Por otra parte, sobresale la Sinfónica de la UNSJ con la precisión suiza de Emanuel Siffert; y el ímpetu del Coro de la UNSJ dirigido por Jorge Romero, que con su necesaria presencia le da bravura a cada acto (como el Brindis y la última fiesta en la que Alfredo denigra a Violetta, entre la ira y los celos).

El cuerpo de baile con dirección de Vicky Balanza concreta un prolijo trabajo: los varones, primero, como camareros y luego como partenaires de sus compañeras, en un aire flamenco; sin contar a la bailarina que da vida a la muñequita de una caja musical, repleta de espejos -la misma que en el primer acto aparece cerrada y en el segundo con rosas blancas-. Más allá de algunas actuaciones desparejas, de la ¿innecesaria? participación sobre las tablas del director general del Teatro del Bicentenario, Eduardo Savastano (como el doméstico de Flora), que no quedó libre de cuestionamientos por su cargo y profesión, y de los largos intervalos; el resultado es exitoso.

En esta obra, labrada en tonos pasteles para darle ese touch de romanticismo, lo que se roba la atención es un magnífico espejo, frente a la platea. Se dice que fue el propio Verdi, autor de la pieza, quien decidió colocar este elemento, a propósito, en su debut en 1853. El objetivo era reflejar los defectos de la hipócrita sociedad de aquellos tiempos; y probablemente en esta oportunidad, algún que otro espectador coincida con su idea. Una ópera algo larga para esta época, pero majestuosa sin dudas.

Para saber más

Para las repeticiones del viernes y el sábado próximo, la venta de entradas anticipadas es de 10 a 20 en la boletería del complejo y el mismo día del show hasta minutos antes; o bien, vía online en www.tuentrada.com. Los precios son: $550 (platea y palco frontal), $400 (palco alto, medio y alto lateral), $300, $200 y $100 (palco alto dependiendo de ubicación)