Un cheque, le pagaron con un cheque. Fue la primera vez que entró a la oficina de contaduría, saludó, firmó un papel que le alcanzaron. Salió con el cheque en el bolsillo derecho delantero, lo iba palpando con su mano. Ya en la calle dos o tres personas lo saludaron pero él estaba en otra cosa, comenzó a caminar más rápido, ya estaba en la peatonal, quería mirar vidrieras pero se acordó de unos detalles, no sabía de qué banco era y menos su dirección. Verificados esos datos hizo la cola con ansiedad, saludó efusivo a la jovencita que estaba en la caja que lo mató con un requerimiento: "Tiene que endosarlo", le dijo; "muchas gracias", le respondió él y tomó el cheque, se fue del banco, una vergüenza, era perito mercantil pero no tenía ni idea de lo que había que hacer. A pesar de que era temprano se alentó a llamar desde una cabina telefónica a su primo y entre preguntas intrascendentes se animó a preguntarle por eso del endoso. Regresó al banco ya con el bendito cheque con su firma y número de Documento de Identidad.
Ahora sí, era momento de comenzar a concretar sueños. Quiso empezar por las pilchas, comprarse un jean estaría bueno y las zapatillas de la mejor marca tan anheladas, pero lo tentó pasar por una casa de electrónica. Caramba, por lo menos necesitaba trabajar cinco meses para comprarse una compu, un reloj, quería un reloj, pero tendría que evitar la ropa y vaya si le urgía un par de camisas y chombas. La agitación lo confundía, se sentó en la mejor confitería para ordenar ideas, de paso pidió un desayuno completo.
¡Qué lindo era tener el bolsillo lleno de plata! Un angelito bonachón le invadió la mente: hermoso sería ahorrar, comprarle un gran regalo a la vieja, contribuir para arreglar la casa. Un diablito mal intencionado lo tentó: pedirle el auto a papá para el sábado y salir a cenar y bailar con la rubia pizpireta, salir con todos los pibes y por primera vez en la vida darse el gusto de decir "¡pago yo!".
Tanto gusto le daba trabajar en lo que él sabía, y encima ahora le pagaban. Compró masitas para llevar a casa y se permitió el gozo de adquirir unos anteojos para sol. Desechó el colectivo, se tomó un remís, ya en el hogar sentado en su cama volvió a asir el fajo de billetes y los contó, los contempló, tuvo la impresión de que desde eso momento y hasta el fin de sus días nunca dejaría de ser feliz. También leyó lo que decía el recibo de sueldo, nada entendió, le dieron ganas de perfeccionarse en lo suyo, de mejorar su aspecto, de contárselo a alguien, de ser más bueno.
El día se fue volando como suele suceder con los hechos inolvidables, cuando llegó la hora de dormir. Una corte al parecer de vecinos ordenó un silencio absoluto en el barrio, sólo una música suave fue permitida colarse en la habitación del muchacho, las estrellas estuvieron de acuerdo en menguar su luz, y los olores sólo sabían a pasto fresco. Es que todos habían coincidido en cuidar el sueño de un hombre realizado.
