Varias democracias latinoamericanas, con gobiernos de centroizquierda, vienen dando ejemplos de pragmatismo social en beneficio de los sectores históricamente postergados, sumidos en la pobreza extrema o excluidos de las prestaciones básicas, como agua potable, electricidad y sin atención sanitaria ni educativa.

En esos países, las acciones de gobierno se centraron en la búsqueda del desarrollo, potenciando las obras de infraestructura para lograr un efecto multiplicador en la economía y de esa manera dar posibilidades de progreso a los marginados para ganar el sustento con el esfuerzo diario. Es decir, sin una ayuda oficial paternalista, subsidiaridad ni clientelismo político, sino generando empleo seguro y oportunidades para alcanzar una justa distribución de la riqueza.

En este contexto es importante observar lo que ocurre en nuestra vecindad regional, con gobiernos socialistas que dejaron de lado la ideología y el populismo demagógico para la concentración del poder, y por el contrario alcanzaron índices brillantes como el de Chile, o el crecimiento uruguayo, por ejemplo. Más aun, la gestión de Evo Morales ha logrado metas impensables en Bolivia, caso de un tipo de cambio estable, inflación controlada, superávit fiscal, exportaciones récord y un crecimiento del 4,5% anual. El líder indigenista, a pesar de sus proclamas anticapitalistas, tiene políticas macroeconómicas que estrechan vínculos con la banca internacional y el sector empresario.

El modelo brasileño, impuesto por Luiz Inácio Lula da Silva no merece mayor comentario ante la admiración que despierta en el mundo por la nueva potencia sudamericana. Lula privilegió el bien común, antes que sus principios doctrinarios ortodoxos y apoyó al mercado doméstico con una política anticíclica y fortaleció y diversificó las exportaciones. El programa "electricidad para todos”, es un modelo para dignificar a los más humildes, sin dádivas oportunistas. El gobierno llevó la electricidad a zonas remotas y conectó, gratis, a 2.200.000 hogares mediante una red de 906.000 kilómetros de cables. Esa gigantesca obra creó miles de empleos y la gente beneficiada pudo comprar 1.600.000 televisores, 1.500.000 heladeras y otros 998.000 electrodomésticos, motorizando una economía con efecto cascada, con esfuerzo propio, sin el humillante clientelismo ni la generosidad condicionada por la contraprestación del voto o de la militancia partidaria que especula con las necesidades de la miseria extrema.