Rosa Varela tiene 52 años, 4 hijos y vive en Buenos Aires. Es acompañante terapéutica de ancianos y ayudó a crecer a dos vecinos dándoles un lugar en su mesa y llevándolos a la escuela hasta su adolescencia. Al charlar con ella se puede advertir que es una mujer cálida, desenvuelta, amable y, principalmente, orgullosa de sí misma. Sin embargo, su voz aporteñada, decidida y alegre oculta un pasado vestido de tragedia, sangre, abandono y tristeza, que comenzó en su Jáchal natal y que ocultó incluso de sus propios hijos y de su mejor amiga hasta hace 7 años: su padre, Carlos Varela, asesinó a dos de sus hermanas, atacó brutalmente a su madre y se ahorcó en el ingreso de la modesta vivienda familia. Así, ella quedó huérfana.

Su infancia no fue fácil en aquella casa ubicada a sólo 8 cuadras de la plaza principal del departamento del Norte, según relata telefónicamente en exclusiva (y por primera vez de forma abierta) a DIARIO DE CUYO. La situación del matrimonio y sus 7 hijos, de los cuales Rosa es la sexta, era "la de una familia pobrísima", según describe. La vivienda que habitaban era de adobe, tenía el baño en el exterior y era demasiado pequeña para 9 personas, pero en el fondo guardaba un tesoro: una finca que su padre cultivaba con una capacidad destacada y de donde sacaban gran parte de sus alimentos.

La tranquilidad de las calles de Jáchal, el departamento en el que estaba ubicada la vivienda de los Varela.

"Por parte de mi padre tenemos buenos recuerdos. Era agricultor, un hombre que con sus pocas monedas nos compraba maní, chorizos colorados y nos traía una sandía de la finca y la partía para la que la comiéramos entre todos ", cuenta hurgueteando en la mente de la niña de 5 años que fue hasta que su vida cambió por completo.

"De mamá no tengo recuerdos", asegura en cambio después, como poniendo un punto final.

Sin embargo, al analizar su vida desde el lugar de mujer adulta confía: "Hay muchas cosas que a mí y mis hermanos todavía no nos cierran". Y revela que su papá “tomaba muchísimo, se vivía así en esa época allá, hacían el vino patero y todo eso. Lo que sí, a casa iban muchos hombres, pero a nosotros nos encerraban en una pieza y mamá estaba con esos hombres. No sé qué pasaba con papá. No sé si la hacía trabajar, si era la empleada que servía. Ahora que somos grandes nos preguntamos qué pasaba ahí. Podría ser que papá la obligaba a acostarse con esos hombres. Son dudas que ahora surgen y para las que no tenemos respuestas".

Lo cierto es que todo se complicó aún más para esa pequeña niña cuando su padre cayó preso. Una de sus hermanas mayores lo había denunciado por abuso sexual y desde ese momento el hombre pasaba sus días en la cárcel del departamento.

A pesar de eso, por su buena conducta le daban permiso para regresar a su hogar y ver a su familia. "Mamá era la mujer de su vida y yo creo que él salía más para estar con ella que para estar con nosotros", reflexiona Rosa.

Mientras tanto, ella y algunos de sus hermanos pasaban 6 de los 7 días de la semana en una escuela albergue del departamento. “Era una de esas escuelas a las que te llevan los domingos a la tarde y te sacan el sábado”, describe.

En medio de esa situación, fue que su padre pidió autorización para pasar unos días junto a su familia. Sin embargo, creen sus hijos, ya tenía un plan que iba más allá.

"Él había comentado alguna vez: 'Si yo me muero los llevo a todos conmigo'. Y creemos que es lo que quiso hacer porque antes de salir envió un pedido de permiso a la directora de la escuela –de la cual Rosa no recuerda el nombre- para que tres de mis hermanos y yo, que estábamos allí, saliéramos. Pero ese pedido llegó tarde a manos de la directora, que no tuvo tiempo de otorgar la autorización. Por eso nosotros creemos que lo tenía todo premeditado", relata la sanjuanina. Y agrega que “no sabemos qué pasó, por qué reaccionó así, no estamos seguros”.

Aquel miércoles 9 de octubre de 1974, su padre llevó a cabo uno de los crímenes más atroces que se haya vivido en Jáchal. Con un cuchillo, un hacha y a golpes mató a su beba de 4 meses, a su hija de 12 años y dejó gravemente herida a su esposa, a quien no logró asesinar en ese intento. Después se quitó la vida ahorcándose. Y ese dantesco panorama fue descubierto por la hija mayor de la familia al llegar a casa.

"Creemos que él creía que mi madre estaba muerta, por eso dejó de golpearla y apuñalarla", cuenta Rosa, quien relata la secuencia sin que su voz tiemble, casi como si estuviera narrando el capítulo de una serie.

Fue ese el momento en que su vida terminó de desmoronarse por completo. No sólo por los violentos crímenes y la muerte de su padre, sino porque tanto para ella como para los otros cuatro hijos de aquella pareja jachallera que quedaron con vida comenzó un largo peregrinar de maltrato, tristeza y abandono, incluso de parte de su madre.

La desolación

Mientras la hermana mayor, que tenía 14 años y fue quien descubrió la terrible escena ocurrida en su casa, permanecía internada en estado de shock, Rosa y sus otros tres hermanos que habían quedado con vida pasaron la semana posterior a aquella masacre recluidos en la escuela.

“Fue una de mis abuelas, la materna, quien nos sacó”, rememora la mujer y asegura que en ese lapso su madre estaba internada en el Hospital Rawson, de donde salió con “un ojo de vidrio, una pierna rota, un montón de lesiones”, enumera.

En ese instante, el calvario recién empezaba para esos pequeños. “Mi abuela nos hacía pedir. Andábamos en la calle todo el día. Mi tío, el hermano de mi mamá, nos llevó y nos dejó en la plaza de Jáchal hasta que mi mamá saliera. Nos tiraban una colcha en la vereda y…”.

La plaza San Martín de la villa cabecera de Jáchal, en la que los 5 hermanos sobrevivientes pasaron meses de abandono.

Recién en ese momento la voz de Rosa se cierra. Por un instante sólo queda silencio. Luego se quiebra y debe esperar unos segundos antes de poder retomar la charla.

“La familia de mi papá nunca nos quiso, tal vez se querían quedar con todo y éramos un obstáculo”, continúa relatando.

Su historia a través del teléfono continúa: “Dos o tres meses después mi mamá salió y nos fue a buscar. Llegó con un novio nuevo, quien más tarde fue su marido. Nos vio que estábamos en la plaza, todos sucios, y se fue a comprarnos un chupetín. No volvió… Habrá estado muy lejos el kiosco”, dice con dolorosa ironía.

Pero aquella noche sucedió algo inesperado, según su recuerdo. “Yo tenía un tío paterno que tomaba muchísimo, muchísimo –cuenta-. Ese día le dijo a la madre –abuela de Rosa- algo sobre mi padre: ‘Carlos se me apareció y me pidió que entren todos los niños, que no los quiere ver dormir en la calle’. Desde ahí no volvimos a dormir en la plaza y mi tío nunca más tomó”.

Después de esos eternos días, los cinco hermanos fueron trasladados a Albardón para vivir con otros parientes. “Fue una vida tristísima –recuerda Rosa-, no nos daban de comer, ni nada. Hasta que un día, por recomendación de una vecina, mi hermana de 14 años se escapó y fue al Juzgado de Menores para que nos sacaran de ahí”.

Tras ese suceso, los niños llegaron a la Capital y fueron dados en adopción, pero separados en distintas familias. “Yo tuve suerte. A mí me adoptó una buena familia. Mi hermana mayor también fue bien acogida. Pero el resto de las casas de mis hermanos no fueron muy buenas, sufrían golpes, los hacían bañarse con agua helada…”.

En medio de ese proceso, cuando ya tenía 11 años, Rosa recibió una visita inesperada. “Mi mamá me fue a buscar y la familia con la que estaba me dejó ir a verla. Pero yo había entrado en una familia donde la educación era de otra forma. Cuando llegué a su casa vi cosas que no me parecían correctas. Lo planteé y me pegó un cachetazo. Regresé con mi familia adoptiva y no volví más ahí”, cierra Rosa.

Y comenta: “Después, cuando fuimos creciendo, sin saber qué estaba haciendo el resto, todos nos fuimos de las casas de adopción. Yo no les echo la culpa a esas familias, nosotros ya éramos muy rebeldes, todo lo que habíamos vivido nos marcó y nunca tuvimos alguien que nos ayude. Aunque éramos personas normales, no era normal lo que nos había pasado y no tuvimos asistencia de un psicólogo o de alguien que nos pudiera guiar”.

Rosa decidió dejar su casa de adopción antes de cumplir 15 años, “no porque hayan sido malos conmigo, sino porque necesitaba salir y desprenderme de todo eso”, aclara.

Se las arregló como pudo, trabajando en distintas actividades, y se casó con el padre de sus hijos.

“Cuando tenía 20 ó 21 años una señora nos pidió –a ella y su marido- que acompañáramos a una nena desde San Juan a Buenos Aires, para que se reencontrara con su familia que había viajado antes. Yo llegué a esta Ciudad, la vi y dije acá me quedo. Daba un paso y conseguía trabajo, me podía superar en todo. Y así fue, nos quedamos acá a empezar de nuevo la vida”, cuenta con orgullo.

Si bien allí también pasó por distintos trabajos, fue a los 40 años que se plantó: “Pensé, tengo que tener mi casa para mis hijos. Empecé a trabajar doble turno en geriátricos, me dediqué, me capacité y lo logré”.

El esperado reencuentro y un presente diferente

Rosa se autodefine como una persona “emprendedora y, si bien todos tenemos errores, creo ser buena madre. Tengo mi casa, soy una persona de clase media que trabaja todo el día, que trata de superarse. Mis hijas tienen un buen pasar, estudian”. Luego asegura con firmeza: “Me siento orgullosa de lo que pude lograr en base de nada”.

Ella cuenta que sus hermanos pasaron situaciones similares: “Después de que nos fuimos de las distintas casas, todos hasta el día de hoy tratamos de superarnos. Cada uno tiene su casita, tiene su trabajo, vive dignamente. Todos somos muy emprendedores. Pudimos salir y seguir”.

Rosa, la segunda desde la izquierda, junto a sus dos hermanos y su hermana mayor, en el reencuentro que vivieron hace 7 años.

Pero, ¿cómo lo sabe? Gracias a un dilatado pero feliz reencuentro. “Hace mucho tiempo mi hermana mayor se comunicó conmigo, pero después me robaron el teléfono y me mudé, volvimos a perder contacto. Eso fue hasta hace 7 años, cuando ella, que ya había logrado localizar al resto de mis hermanos, me contactó por Facebook. ‘Te voy a ir a ver’, me dijo. Cuando la fui a buscar al aeropuerto aparecieron todos mis hermanos –vuelve a llorar-, salvo una de ellas que no había podido viajar. Se quedaron por cuatro días. Fueron pocos, pero esos cuatro días pudimos estar todos juntitos otra vez, no nos separamos un minuto”, recuerda con emoción.

Y revela: “Una de esas noches, en la cena, mis hermanos empezaron a hablar sobre lo que recordaban de aquel día en nuestra casa. Mis hijos se enteraron en ese momento de todo. Me abrazaron y me preguntaron ‘¿por qué no nos contaste?’. Descubrimos que nuestros hijos conocieron nuestra historia de grandes”. Y analiza: “Todos mis hermanos habían hecho lo mismo que yo: bloqueé todo eso, para poder salir adelante”.

Hoy, Rosa tiene a un hermano viviendo en el Sur, una hermana aquí en San Juan y dos en Mendoza. “Mi madre -que después tuvo dos hijos más-, vive a dos cuadras de mis hermanos, pero no los ve. Creo que ella siempre nos culpó de todo”, cierra la jachallera, que espera que pase la pandemia para poder repetir aquella reunión.