Seven Rose (siete rosa, así bauticé al caballo que me asignó Gendarmería porque tenía en el bozal el número 7 y de color rosa para que yo lo identificara) dijo basta y se clavó con sus cuatro patas a las piedras del sendero. No había azote que lo moviera. El tema es que no se agotó en cualquier lugar: lo hizo en los últimos metros de la subida al Espinacito, con un temporal de viento blanco que nunca antes hubo en las seis ediciones anteriores del Cruce Sanmartiniano. Estábamos a 4.400 metros de altura sobre el nivel del mar. El viento con nieve borraba el sendero por el que habían ido pasando cada uno de los expedicionarios. Y eso hacía que uno tuviera mucha dificultad para encontrar el camino para seguir.
Como Seven Rose, mi caballo, ya venía evidenciando síntomas de cansancio, como la falta de fuerza para trepar, las paradas para cambiar el aire más frecuentes que la del resto de los 104 integrantes, yo me había quedado penúltimo en la columna. Adelante mío ya nadie podía escucharme para pedirle que me diera una mano. Atrás mío sólo quedaba un baqueano. Y mucho más atrás, a dos horas, las mulas cargueras.
El sendero es tan finito en ese tramo que apenas puede pasar un caballo poniendo una pata delante de otra. Eso hacía que el baqueano no pudiera adelantarse para tirar mi caballo con un lazo desde el bozal, como ya lo había venido haciendo. Y como el frío calaba en los huesos, me dio la orden: "Bájese y tire usted al animal".
De ahí en más, la aventura de recrear los pasos que hizo San Martín para liberar a Chile tomó otro valor: ya dejó de ser para mí una simple aventura y fue tomar una magnitud más humana de su gesta. Y pensé: si él hizo esto, con 5.000 hombres, hace 194 años, ¿cómo ahora no voy a poder llegar hasta la cima de El Espinacito a pie para pedir ayuda?
Así fue que desensillé y empecé a tirar a mi caballo. Pero caminar en la subida al Espinacito, con viento blanco y el camino que se borra, no es una experiencia sencilla: el aire faltaba tanto por la altura que empecé por sacarme el gorro del poncho para la nieve. Después me hice para atrás el pasamontaña. Pero no era que tenía la cara muy tapada, sino que no había oxígeno.
Entonces opté por copiar lo que hacía el caballo: caminaba tres o cuatro metros y paraba a recuperarme. Sentía temor que la nieve en las zapatillas terminara enfriándome todo el cuerpo. Pero la preocupación por avanzar superaba ese tipo de temores.
Aunque esa estrategia de caminar tramos cortos no duró mucho, porque el baqueano me gritaba desde atrás: "Metele pata flaco, porque se nos borra la huella". Pero el cuerpo me decía que no podía ir más rápido y decidí no hacerle caso. Y así avancé, lento, de a poco. No fueron más de 300 metros los que tuve que caminar subiendo El Espinacito tirando el caballo. Pero parecieron una eternidad. En eso se veía que venía alguien caminando en sentido contrario en la cima del cerro. Era Sebastián Carbajal, el médico de Gendarmería. Me preguntó qué había pasado. Y mi falta de aire, un poco de sueño y la cabeza pesada me dijo que era por el esfuerzo que había hecho. De inmediato le dio la orden al baqueano de que me diera su caballo a mí y que él lo llevara a tiro, porque estaba más ambientado a la altura.
Así fue como llegué hasta la cima. Pero eso no había sido todo: lo que venía no era nada sencillo, porque había que descender. Yo estaba desacostumbrado al caballo, a la montura, los estribos no estaban ajustados para la altura de mis piernas (el baqueano que lo montaba es más bajo y mis piernas quedaban más flexionadas), y salvo la caramañola con agua, el resto de mis pertenencias (cámara de foto, pasas, crema bloqueadora para la nieve) habían quedado en mis alforjas en el otro caballo. Es que el apuro por salir del viento blanco y en la subida de El Espinacito no dio tiempo para nada.
Pero el caballo del baqueano era mucho más dócil a las riendas, estaba mejor alimentado y, a diferencia de Seven Rose, respondía a mis órdenes. Así fue que me animé a bajar El Espinacito montado, a pesar del barro y la nieve que había en el sendero. En realidad, lo hubiera hecho pie, como lo hicieron muchos por recomendación de los gendarmes, debido a que el descenso es un filo con precipicio en ambos lados, pero la altura ya me había golpeado feo y no podía seguir a pie. El médico-gendarme me dio un comprimido, un poco de chocolate y agua, para que me reanimara.
Desde ese momento en adelante, ya más tranquilo con el nuevo caballo, lo único que quería era llegar al refugio Sardina. Pero faltaba más de la mitad del tramo. Y como venía entre los últimos, cuando llegué a la parada para comer la ración que nos habían dado, el grueso de la columna ya había vuelto a partir.
Ahí, en vegas de Gallardo, el baqueano me volvió a cambiar el caballo. Era lógico: él no podía cumplir con su trabajo de cuidar la tropa en un animal que le era ajeno. Así es que me pasó el caballo sillero del secretario de Agricultura de Calingasta. Y, finalmente, con ese pude llegar hasta el refugio Sardina. Allí el médico de Gendarmería volvió a consultarme sobre mi estado e indicó que hiciera reposo y que tomara dos antiflamatorios cada 8 horas.
A esa altura de la tarde, en el calor de la cocina del refugio Sardina, con el cocinero de Gendarmería preparando el guiso para la cena, esos momentos difíciles de la subida a pie en los últimos metros de El Espinacito, ya era una gran aventura para contar.