Cuando Carlitos Balá vino al Estadio Cerrado, habré tenido unos 8 años. Recuerdo que hacía calor, que nos fuimos temprano en el 36 y que caminamos unas cuadras con los bolsos colgados porque todo se llevaba de la casa, no se compraba nada a los vendedores ambulantes.
Carlitos se demoraba. Mi hermano más chico lloraba por el calor, los ruidos, la gente. Ay, Carlitos, cuándo llega Carlitos.
Guille, mi hermano del medio, preguntaba: Cuándo viene Balá. A dónde está Balá y yo que por ser la mayor lo mandoneaba (cualidad que he ido perdiendo no porque no la ejerza sino porque no me dejan) le decía: Callate, ya viene y cosas así. Cuando yo también estaba contrariada porque la nena que estaba sentada más abajo me había sacado 2 o 3 veces la lengua. Estaba distraída, mirando para otro lado. De pronto, reventó la música y él, el único, el inigualable, el magnífico en persona. En per-so-na subió al escenario con un traje de pana (mamá me dijo que era de pana) color bordó. Pelo impecable, saludando, gestito de idea, cruzando las piernas. Y yo que tenía un globo de alegría en la panza. ¡Era el de la tele! El Show de Carlitos Balá que veíamos en blanco y negro en el Estromber Carlson. ¡CARLITOS BALÁ!
Qué gusto tiene la sal. Y, dígame: Meeee. Sumbudrule. Ea-ea-pe-pé. Fabulósico. Te pasaste Petronilo, pegá la vuelta, la Argentina te queda chica, comprate dos números más. Mamá ¿cuándo nos vamos? Riñones (y se tocaba la cabeza). Quédese tranquilo y duerma sin frazadas. Ya mismo y sin cambiar de andén. Señoras y señores y por qué no lactántricos. Observe y saque fotocopia. Mirá como tiemblo. Y el chupetómetro.
En algún lugar de mi alma, hay una foto de Balá. A veces la miro. No porque crea que todo tiempo pasado fue mejor. La miro cuando enfrascada en la adultez, me olvido de lo que es sentir Ale-gría.
Por Alejandra Araya/Escritora
