"Cruzan ese portón y van por allí, hasta la ripiera, y empiezan a subir. Pero caminando. La camioneta no va a entrar, ¿eh?", dice el policía en la casilla del Parque Faunístico, tan amable que no advierte el desaliento que nos va ganando. ¿Caminar hasta allí? Bueno, pensamos, hay una misión periodística por cumplir, hay que mostrar ese vandalismo en el cerro. El policía sigue guiando. "Si no, tienen la subida por El Castillito, pero es más empinada". No hay caso: más amable es, más nos cae una sombra en la cara. Hasta que viene, por supuesto, la estocada final. "Pero no pensarán ir ahora mismo, ¿no?". Son las 12:20 y el Sol no tiene piedad. ¿A quién se le ocurre subir al Tres Marías en pleno mediodía, para bajar en plena siesta, de pleno verano sanjuanino? A nadie más que a un periodista que ignora con estoicismo las leyes de la montaña.
Las consecuencias del desconocimiento quedarán a la vista por unos cuantos días: piernas que se enredan solas, brazos ardiendo, pequeños moretones provocados por rocas díscolas y una aureola de piel quemada en el cuello que ni peinarse en paz deja.
Mirar nomás la primera subida que hay que hacer desde El Castillito es una incitación al infarto. Pero también al orgullo. Cómo un cerro va a frenar la nota. Y ahí vamos. Sol, tierra, rocas que se desmoronan, hay muchos enemigos del paisaje y del coraje que tientan a uno a pegar la vuelta y dejar que el fotógrafo siga solo el ascenso. Pero no. En el baile, hay que bailar. Convicción que durará exactamente once minutos, cuando el corazón estire los tentáculos en busca de algo de oxígeno después de pocas curvas y contracurvas en este cerro endemoniado de tanta pendiente. Es ahí cuando uno agradece estar liviano de equipaje (cuaderno, birome y celular), pero maldice llevar tanta sobrecarga distribuida con generosidad en la propia naturaleza.
Con los minutos, la supervivencia va despertando el aprendizaje. Por ejemplo, se aprende que no hay que frenarse en una subida muy pronunciada. Pero dura poco el conocimiento cuando los pulmones se estiran tanto que le quitan espacio al cerebro. Y uno va, a los tumbos, ascendiendo este caracol a velocidad ídem.
La precaución (única) de haber llevado un litro de agua vuelve a estimular el espíritu del autodidacta: hay que tomar pequeños sorbos cada tanto, no medio litro a la cuarta zancada. Pero otra vez lo urgente tapará lo importante. Y será así hasta que los despojos sudados y machacados de uno lleguen a la cumbre y respiren ese aire, ese cielo, ese mundo imposible, tobogán directo a la resucitación.

