Sólo escuchar Carmina Burana ya es un antes y un después para cualquiera; especialista, aficionado o lego… Aunque su contenido no sea ‘fácil’ para todo el mundo, nadie que haya prestado oídos a su O Fortuna, ‘la emperatriz del mundo’ -tremendo coro con el que abre y cierra la cantata, simbolizando la ‘rueda’ de la fortuna, por qué no las vueltas de la vida-, o a su Taberna (por citar apenas un par de pasajes de esta imponente obra de Carl Orff que transcurre a lo largo de una hora y diez minutos de manera ininterrumpida y que alude a varios placeres terrenales, desde el amor carnal al juego, del poder a la bebida) puede permanecer indiferente a semejante creación musical, que envuelve en potentes huracanes y fluye en sutiles tintineos. Entregarse, dejarse llevar, no es complicado. Si a eso se le suma el delirio artístico -sobre todo por el concepto visual- y la acertada resolución técnica de los catalanes La Fura dels Baus (que va más por el lado del ingenio que de un despliegue descomunal), la cosa se pone tantísimo mejor. Y si a eso se le agrega un gran puñado de artistas locales que estuvieron mucho más que a la altura de las circunstancias, el resultado está, valga la expresión, cantado. Qué más decir si todo esto fusiona en una nueva y hermosa casa, el marco perfecto para poder apreciarla, más allá de algunas falencias (que las tiene y que en algunos casos hasta inciden en la imagen que se lleva el espectador, como la imperfecta visual de algunos palcos altos). Esta podría ser una apretada síntesis de Carmina Burana en el flamante Teatro del Bicentenario, debut nacional de este espectáculo para los sentidos, del que DIARIO DE CUYO también fue testigo.
‘Canciones profanas para solistas y coro con acompañamiento para instrumentos e imágenes mágicas’. Así se presenta este conjunto de poemas de Beuren, escritos en latín y alemán antiguo, atribuidos a monjes itinerantes de aficiones non sanctas. Y acá, justo en esto de las imágenes, es donde más entra a tallar La Fura dels Baus, que puso a consideración de los sanjuaninos su vanguardista y famosa impronta. Con todos los artistas pegaditos sobre las tablas -orquesta al medio, coros en los laterales (aunque también se desplazan en ciertos momentos) y cuatro solistas por aquí y por allá-, el epicentro es una suerte de medio cilindro transparente con partes móviles, que cubre a la sinfónica y que juega de figura y de fondo a lo largo de toda la puesta. Un aceitado sistema de iluminación en perfecta sincronía con proyecciones de imágenes dirige la mirada del público a lo que sucede dentro de él, a sus ‘caras’ o a una deliberada y efectiva combinación de ambas, con las que van ‘narrando’ visualmente la obra. De allí adentro nacen las jóvenes doncellas que retozan en la primavera, el tanque donde una cuasi desnuda fémina de excelente apnea se contonea sensualmente bajo el agua; líquido que luego será el vino salpicado por el bravo solista, rodeado de monjes. De allí dentro surge también una grúa mecánica, que eleva los lamentos del ‘cisne asado’ entre humanos rostizados; y el éxtasis de la poderosa cantante, que se pasea casi sobre la platea… Sí, lo logra. La Fura sorprende. La Fura desafía límites. La Fura rompe la ‘cuarta pared’ (esa imaginaria, que separa a los artistas del espectador). La Fura es entramado de artes. La Fura es potencia. Y La Fura, lo sabe, sólo se inclina ante una cosa: esta Carmina Burana que versiona con aires de ópera, donde la música y las voces son sin dudas ‘las’ estrellas: sus -esta vez- cuatro fantásticos solistas; y también los artistas sanjuaninos -especialmente la Sinfónica de la UNSJ, dirigida por Emmanuel Siffert, y los cuatro coros, de la UCC y la UNSJ, el Beruti y el Villicum- que, hay que decirlo una y otra vez, brillaron, tanto como esas imágenes mágicas. Pudo gustar más o menos. Pudo convencer más o menos. Pudo entenderse más o menos (al fin de cuentas, el arte es tan subjetivo). Pero siempre pudo. Y fue muy bueno verlo.
