Después de la larga sobremesa del almuerzo llegaba la dura tarea de ordenar todo, lavar platos, limpiar cocina, y ahí es donde comenzaba lo mejor, era el momento en que las tías hablaban hasta por los codos, se contaban vida y obra de todo ser humano medianamente cercano a sus existencias, y entonces llegaba un momento en que la charla alcanzaba el punto más importante y mi tía bajaba el tono de su voz, hablaba prácticamente con el aliento, casi sin usar la garganta, acercaba su cara al oído de su interlocutora y yo que estaba en otro ambiente jugando a los soldaditos ya no podía escuchar y enterarme de cuestiones tan familiarmente importantes.

Es que cuando uno se juntaba con familias llegadas del interior de la provincia, había que aprovechar todas las horas para ponerse al día. Es bueno contarte, joven lector, que hasta no hace muchos años, no existían los celulares, por ende los mensajitos de texto, ni la compu, ni el chat; no era común tener un aparato telefónico fijo en casa, por eso las comunicaciones entre familias se remitían al envío de una carta, cada un mes tal vez, y muchas de ellas ni siquiera llegaban a destino, entonces, repito, cuando nuestras queridas viejas se juntaban, la lengua les quedaba finita.

Esas juntadas eran espectaculares, la gente de departamentos alejados, Iglesia, Calingasta, Valle Fértil, Jáchal, y de otras provincias también llegaban a la ciudad con grandes cargamentos: un lechón ya faenado, o un buen trozo de jamón, tabletitas con arrope y betún, pan casero, semitas con chicharrones, patay, vino patero, yo siempre ligaba una caja de galletas envueltas en papel celofán.

Y venían con un circuito ya armado, turno para el dentista, el oculista, ir la Dirección de Escuelas, pagar los créditos, llevar mercadería y dejar el domingo libre para visitar la Difuntita Correa.

Caramba, dónde habrán ido a parar el brasero, la jarrita para el eucalipto, las dos hamacas de madera y lona, la parrilla con una pata menos, la olla de fierro, el mate y la tetera tiznada, la frazada artesanal, las rayas verticales del tele blanco y negro, el abanico con la figura de Evita, la damajuana de quince litros, todos símbolos de un pasado que nos enaltece, que a muchos nos hizo hombres de bien, amantes de lo que significa tener una familia. A falta de cinco días para que lleguen, ya en casa nos ponían a los niños a limpiar y dejar todo de punta en blanco, compraban como podían café del mas rico, una garrafa de gas de quince por las dudas, dos botellas de jugo concentrado de naranja y pomelo, y todo eso para que mi tía hablara de vecinas, funcionarios y cuñadas en el tono más bajito que podía.