En las horas previas al cierre del comercio aumenta el flujo de personas que camina con rapidez por el centro; hacen compras, parten a casa, van a comer, todo de forma apresurada. Los colectivos recogen pasajeros hasta quedar atiborrados y los taxis también suelen compartir un poco de esa bonanza. Allí aparece él, el popular “Don Rojas”. Camina velozmente, cruza la calle una y otra vez con paquetes en la mano y acompaña a abuelos, señoras solas y hombres. 

“Don Rojas”, exclama fuerte por un chofer de taxi. Carlos Ramón, se acerca raudamente, mientras agita la mano en el aire. Tiene 59 años y hace 16 que trabaja en las calles de San Juan como changarín. Lleva las bolsas desde un supermercado hasta un automóvil y recibe algunas monedas -a veces, la generosidad es grande y recibe un billete de 10 o 20 pesos-. Un día antes del encuentro, este medio pactó la entrevista y Rojas estaba preparado con un manojo de papeles que fue a buscar a un quiosco. 

El inicio de su trabajo fue duro, apurado por una vida que no se cansó de darle la espalda. Sus padres fallecieron en el año 2003, con diferencia de meses. Su padre lo dejó primero, y fue ahí cuando comenzó a apostarse sobre las calles de una conocida institución médica de la provincia; luego lo abandonó físicamente su madre y decidió trabajar en conjunto con el transporte puerta a puerta, siempre desde la informalidad.

“Mi tarea es colaborar con remises y radiotaxis”, dice Rojas, mientras junta las manos en la espalda, en un gesto de suficiencia. 

La charla se interrumpe cuando una familia sale del supermercado ubicado en Laprida y Avenida Rioja –“es mi zona”, asegura- y toma el carrito con cajas, cruza la calle, saluda a una pareja de tercera edad eintercambia un par de palabras con el conductor del auto. Deja la mercadería en el baúl y vuelve a focalizarse en la charla. “Va y viene, a veces se pierde y nadie lo puede encontrar por un buen rato”, comenta el taxista que dio aviso para que se acerque.

“Siempre estuve con los remises”, repite Carlos Rojas. Luego enuncia, de manera casi automática, las empresas que él privilegia a la hora de recomendar un pasaje. De estatura baja, pelo cano y pronunciación difícil, Rojas suele ser amable, salvo que algo escape se control: una camioneta 4x4 estacionó en una rampa para discapacitados y Rojas se fue al humo, lo increpó y obligó a que el conductor del vehículo lo estacionara en otra parte. 

Cuando la noche se espesa, “Don Rojas” no le escapa al bulto y reconoce que “antes había más delincuencia. He correteado a varios acá”, y aclara que hace mucho no lo hace. Incluso, cuenta que cuando estaba en otra parte de la ciudad le robaron la moto y, por eso, ahora tiene que viajar en colectivo.

“Justo había entrado al baño y dejé la moto unos minutos en la puerta del Instituto Médico -ubicado en calle Catamarca- y cuando salí un ladrón se la estaba llevando y no lo alcancé”, relata, entre balbuceos y algunas dificultades. 

Rojas fue diagnosticado con retraso mental moderado y deterioro del comportamiento -tal parece que tardíamente-. Todos los días llega al centro desde su casa, en Rawson, de la cual es dueño. “De lunes a lunes”, dice. Tiene una pensión gubernamental que le corresponde por su discapacidad.

Según dijo, no pasa necesidades, pero le ayuda ganarse “unos pesos más”. Varias veces supo ser visto limpiando la vereda de los comercios de la zona, como actividad complementaria al acarreo de mercadería. 

Asegura que no tiene familia. Eso sí, cuenta que está saliendo con una mujer, de nombre Alejandra, pero no sabe especificar desde hace cuánto están juntos, momento en que le ganan los nerviosos. No tiene hijos y agrega que está “sin ganas” de eso, mientras ríe, con la picardía de alguien que conoce la calle como la palma de su mano. 

Vestido con una campera que parece abrigada, unos jeans gastados azules y un par de zapatillas negras, Rojas le agrega a su conjunto una pechera que supo ser deportiva pero que ahora tiene los nombres de las empresas que promociona. 

“Don Rojas”, como le dicen los conocidos al pasar, es parte del entramando invisible de la ciudad. Casi siempre está entre los peatones, corriendo o parado en el medio de la vereda, como se le hizo ya una sana costumbre.