La única vez que Peña trajo un show a San Juan fue el 27 de abril de 2003, al Teatro Sarmiento, de la mano de José Luis Battias y Bebe Albarracín. Presentó Mugre y no quiso volver nunca más. No le gustó el público. Pero no le molestó que un par de personas se levantaran y se fueran de la sala, que no colmó. Le cayó mal la indiferencia de varios de los que permanecieron. Ni siquiera se quedó a dormir. Pidió que terminada la función -que fue impecable- lo llevaran a Mendoza, donde se hospedó junto al joven novio que lo acompañaba en el Hotel Hyatt, su “bunker”.

Si bien no era de hacer pedidos extravagantes -sólo una vez, a su llegada a la vecina provincia (donde llenó 6 funciones) pidió una 4×4 de alquiler a su disposición, que debieron complacer ante su amenaza de irse, incluso corriendo el riesgo con la garantía- sí era absorbente, casi caprichoso, lo que hacía difícil el trato con los productores locales. De hecho, cuentan que varias veces los llamaron del exclusivo hotel mendocino para quejarse por su comportamiento, que incluía manifestaciones de afecto con su pareja en público, malas palabras y comentarios fuera de lugar. También, ante las reiteradas quejas del personal, una vez el mismo Peña mandó al chofer a lavar las sábanas de su cama, que había dejado en malas condiciones luego de un encuentro amoroso, para devolverlas en condiciones.

En los viajes no dormía, porque temía a la velocidad. Tomaba vino y mantenía -si estaba de humor- algunas charlas superficiales. De caracter fuerte y bien entrenado físicamente, tampoco tenía problemas en “agarrarse a piñas” si algo lo sacaba. “Si te gusta Fernando Peña, es así. Si no también”, decía ante los cuestionamientos, que incluía los invitados que caían al teatro, luego de una noche de diversión en un boliche gay.

Pero si en algo nunca hizo problemas es con el dinero. No pedía cachet y jamás discutió el porcentaje que recibía. Y si se le daba la gana, era capaz de gastarlo en una sola noche. Vivía el hoy.