El modo de ejercer el gobierno por parte de Manuel Zelaya fue problemático y convulsionado, como lo es la gestión actual de Roberto Micheletti.
La sorpresiva llegada de Zelaya a Tegucigalpa y su alojamiento en la embajada de Brasil agravó la atmósfera preelectoral con violentos disturbios entre partidarios y detractores. Cuando Micheletti pensaba que con el golpe de Estado y los acontecimientos posteriores ya había pasado el momento más fuerte de la crisis, se encuentra ahora con un país más tensionado y con el peligro de que se acentúe la violencia. Su primer error fue desafiar abiertamente a los Estados Unidos, a la OEA, a la ONU y a la Unión Europea, que con diferentes matices condenaron el golpe del 28 de junio y exigieron la restitución en el poder de Zelaya, a pesar de que su destitución fue avalada por el Congreso y el Tribunal Supremo.
Con su viaje secreto, recorriendo caminos difíciles a lo largo de 15 horas para evitar controles militares, Zelaya humilló a quienes lo destituyeron por empeñarse, en contra de la Constitución, en convocar un referéndum para buscar su reelección al mejor estilo populista de Hugo Chávez. Su refugio en la embajada brasileña y las primeras expresiones de funcionarios de Lula da Silva y de Barack Obama, hacen pensar en una operación diplomática preparada cuidadosamente luego de los precipitados y fallidos intentos de Zelaya de cruzar la frontera, con la ayuda de Hugo Chávez y de Daniel Ortega, el 5 y el 25 de julio últimos. No parece casualidad que la vuelta de Zelaya fuese en víspera de la Asamblea General de la ONU, donde se reunieron jefes de Estado de todo el mundo, incluyendo los latinoamericanos.
De todos modos, resulta irregular e irresponsable que Brasil ceda su embajada para que Zelaya realice proclamas. El canciller brasileño Celso Amorim y la secretaria de Estado Hillary Clinton, apoyados por Obama, aprovecharon el retorno de Zelaya para exigir desde Nueva York, durante las cumbres de la semana pasada, una solución dialogada, el restablecimiento del presidente en su cargo, elecciones generales, una transición pacífica y el respeto de la legalidad democrática.
Lo que Honduras necesita es que ambos presidentes lleguen a un acuerdo para poner fin al aislamiento y a la peligrosa y creciente polarización del país.