"¿Qué alegría tengo yo si no sirvo?", acababa de preguntar monseñor Alfonso Delgado ante los fieles después de la lectura del Evangelio. Y después de insistir en que "estamos en la tierra para servir" y exhortar a todos a "saber querer y amar a la medida del corazón de Jesús", puso en práctica todo lo que acababa de predicar, en un gesto muy simbólico pero a la vez muy elocuente: uno a uno, lavó los pies de 12 internos de una clínica psiquiátrica, tal como Cristo lo hizo con sus apóstoles durante la Última Cena, la noche del Jueves Santo.

Los internos, todos varones adultos con distintas enfermedades, esperaban sentados en la primera hilera mientras se celebraba la ceremonia. Luego, ante la indicación del Arzobispo, dos acólitos los condujeron hasta la docena de sillas que había adelante del altar, de frente a la feligresía, para concretar el ritual del lavatorio de los pies, con que la Iglesia representa la humildad de Cristo y el mandamiento de amarse los unos a los otros, así como Jesús a la humanidad.

Mientras los colaboradores ayudaban a los hombres a descalzarse (casi todos estaban de zapatillas, un par había ido con zapatos y sólo uno calzaba sandalias), monseñor Delgado acomodaba un recipiente con agua y, con la asistencia del párroco de la Catedral, Rómulo Cámpora, lavaba el pie derecho de cada uno. Antes de hacerlo, les preguntaba su nombre, intercambiaba dos palabras con ellos, luego los secaba con una toalla blanca y les daba la mano.

La escena era conmovedora, no sólo por su significado, sino también por cómo se iba desarrollando: cada hombre que recibía el lavado, se ponía luego la media y el calzado temblando, con los ojos húmedos, en un silencio profundo. Y mientras, se veía la espalda de Delgado, arrodillado frente a cada uno para demostrar cómo era posible aplicar esa "alegría de servir" que había propuesto desde el altar.

Y mientras un puñado de niños se amontonaba en torno a los hombres sentados para ver bien de cerca la ceremonia, los familiares, sentados en la segunda y tercera hilera, se secaban las lágrimas y miraban a los ojos a los internos de la clínica, fieles que todos los jueves cantan en el templo a modo de terapia, pero que anoche dejaban traslucir que lo que estaban experimentando era mucho más profundo que un ritual o un ejercicio de recuperación.