Él es hincha de Sportivo, ella es de San Martín. Él tiene su rincón feliz a dos cuadras al este de la plaza de Desamparados, ella se conmueve cuando llega a ese territorio intocable que queda al final de la calle Entre Ríos. Él es canoso, ella morocha, ambos tienen ojos verdes, él le habla de aquellos gloriosos logros y de la hinchada, ella le cuenta de estos tiempos imborrables y de la hinchada.

Él se apasiona recordando aquel gol del tomate Quiroga a River, ella llora de felicidad evocando el de Tonelotto a Huracán. Él le cuenta que la primera cancha que tuvo una segunda bandeja de platea con butacas es la de Puyuta, ella está orgullosa de la nueva tribuna y le comenta que el estadio verdinegro tiene iluminación desde que se inventó la lamparita. Él se emociona recordando a los hermanos Vega, ella levanta la bandera de la dinastía Antuña, él se mete en el arco y menciona al Chalo Pedone, al Chocolate Castro, al Poli Perona, ella dice que su padre vio a Mallea, el Pancho Velázquez, Rodríguez. Él se embala con el técnico: el Flaco Dillon; ella sólo se acuerda del jugador Cogote Dillon. Él tiene dos ídolos: el Polaco y el Tripa, ella es fanática del Roly y el Lechuga. Él se emociona recordando que Recúpero vistió la camiseta víbora, ella sabe que como el Pato Irrazábal no habrá otro igual.

Ella y él nunca hablan de los clásicos, de los enfrentamientos entre sí, es que siempre fueron motivos más bien de distanciamientos en ese prolijo y largo noviazgo. Él y ella en una pacífica noche de esos eternos veranos sin fútbol tomaron la sublime decisión de casarse, él pretendía hacerlo en la Basílica Nuestra Señora de los Desamparados, ella propuso la Parroquia de la Inmaculada Concepción. En definitiva, los cobijó la Iglesia Catedral. Él, para homenajearla a ella, la esperó en el altar con un traje negro y corbata verde; ella le entregó el corazón con su vestido blanco y llevando en la mano derecha un ramo de flores con un gran moño verde.