Basta que una persona tenga una idea exitosa para que el resto la imite hasta el hartazgo, hasta que casi, casi, deja de ser redituable. Es ley. Ocurrió con las cabinas telefónicas, con las canchas de paddle, con los parripollos. En 2002, fue el turno de los cybercafé. La crisis económica que atravesaba el país en ese momento hacía cada vez más difícil mantener el servicio de internet en los hogares. 

Esto sirvió para 'prender la lamparita' de los comerciantes que se lanzaron a abrir locales en los que alquilaban computadoras conectadas a la red, sin tener que depender de un pago mensual obligatorio. ¿El precio? Un peso la hora. Y por supuesto, los sanjuaninos se volcaron en masa. Algunos para informarse, otros para enviar y leer mails, muchos para chatear, y los más chicos, para jugar. 

Para ese año, ya había 15 sólo entre las cuatro avenidas. Además, decenas de cyber se expandían hacia otras zonas y departamentos alejados. Si el bolsillo y la necesidad del usuario lo permitía, también se podían sacar fotocopias, imprimir, scanear imágenes, grabar CD e incluso tomar un café. Así, las 24 horas del día.

Con la devaluación, la suba del dólar y la escasa cantidad de proveedores, tener internet en casa era un verdadero privilegio. Por eso, algunas casas de informática bajas en venta, telefónicas con escazos clientes, cafeterías e incluso institutos: cualquier lugar en el que se pudieran colocar varias computadoras, con sillas, separadas por un espacio mínimo, servía para abrir y poner en funcionamiento un cibercafé. 

Y fue un éxito sin precedentes. Es que poder navegar en casa tenía un valor de entre $25 y $30 mensuales, más el consumo del teléfono. Además, en los cyber se podía acceder a una mayor velocidad debido al uso de banda ancha y no de modems como en las viviendas particulares.

Ni hablar de lo que costaba primero comprar una PC y luego mantenerla. Comercios dedicados a la venta de electro e informática pasaron de vender 20 computadoras por mes a 8 por año. La crisis del momento era atroz y si ya la supervivencia básica era difícil, el resto era un lujo casi inaccesible.

Para inicios del 2004, sólo en Capital había más de 120 opciones. Los clientes en gran mayoría eran adolescentes que se sentaban durante horas a chatear por el Messenger de MSN o jugar al Counter Strike. El Mu también era una opción que atraía a los más chicos. Como era de esperarse, empezaron las lógicas restricciones: zonas de no fumadores, prohibición para permanecer en el lugar a menores de 16 después de las 22, sin consumo de alcohol para menores de 18 y prohibición de acceso a material pornográfico en clientes menores o en PC cuyas cabinas no tuvieran un cierre delimitado. 

Ese mismo año, la Cámara de Diputados aprobó un proyecyo para regular la actividad de los cyber en la provincia. Entre otras cosas, se establecía que debían estar ubicados a más de 200 mestros de las escuelas. Los chicos tampoco podían permanecer allí después de la medianoche. Lo más complicado de cumplir para los dueños era sin dudas, el filtro para impedir que los adolescentes tuvieran acceso a contenido porno. Según decían en ese momento, cualquiera que tuviera conocimientos mínimos de informática puede sortearlos fácilmente.

El furor por los cyber se extendió por varios años y el horario de salida de los colegios era ideal para que los jóvenes se conectaran para jugar en red. 

Sin embargo, después de dos décadas de uso incesante, el mercado dejó de ser atractivo y estos negocios desaparecieron. Es que la tecnología avanzó a pasos agigantados, los gustos se modificaron y la posibilidad de acceder desde los celulares a internet hace que todo sea mucho más sencillo.