Desde el aire, a bordo del Lama de la Fuerza Aérea, se veía una pequeña mancha blanca sobre el marrón grisáceo, al pie del cerro El Buitre. Ya un poco más cerca, al piloto se le apretó la garganta en cuanto pudo distinguir lo que era: un montón de hierros y chapas retorcidos, trenzados, partidos. Era lo que había quedado de la cabina del helicóptero Esquilo HB-350, del Gobierno de San Juan, que dos días antes se había estrellado en ese punto de las sierras de El Tontal, en Calingasta. En ese accidente, del que mañana se cumplen exactamente 20 años, fallecieron tres funcionarios encumbrados y uno de los empresarios más importantes de la historia sanjuanina, Jorge Enrique Estornell. Sus cuerpos habían quedado tan mutilados que cabían en cajas medianas. Y el episodio conmocionó tanto a la provincia, que hubo duelo oficial, polémica, mitos y un recuerdo colectivo imborrable de la tragedia.

La angustia había comenzado aquel Día del Trabajador, martes 1 de mayo de 1990. Temprano, había salido desde Pocito la nave piloteada por el experimentadísimo José Juan Licciardi, entonces director de Aeronáutica de la provincia. A su lado iban Jorge Coll, subsecretario de la Gobernación y primo hermano del gobernador Carlos Enrique Gómez Centurión; Pedro Antonio Gallardo, militar retirado y jefe del aeropuerto de Las Chacritas; y Jorge Estornell, empresario vitivinícola, propietario de Canal 8 y ocasional consejero del Gobernador en operaciones de mercado internacional. Iban rumbo a Barreal, para habilitar oficialmente una pista comercial de aterrizaje en fincas de Estornell. Pero jamás llegarían a destino.

El azar jugaba contra sus vidas aquel día. Como era feriado, las operaciones estaban mucho más relajadas que lo normal. En Calingasta incluso ni siquiera esperaban al grupo. El Intendente creía que Gómez Centurión viajaría hasta allá en el helicóptero, pero ni bien le dijeron por teléfono que no, entonces en el departamento supusieron que directamente el vuelo se había suspendido. En esa calma estaban todos, cuando un llamado de la esposa de Estornell a Barreal encendió la alerta: su marido debía haber regresado al mediodía para un almuerzo de negocios, pero eran casi las 18 y no tenía noticias de él.

De ahí a la alarma general, pasaron unas cuantas horas. Comenzaron las averiguaciones, las revisiones de planillas, las idas y vueltas, y cuando en Aeronáutica (hasta ese momento más sorprendidos que asustados por la ausencia de su jefe sin haber tenido comunicación con ellos) decidieron declarar en emergencia el helicóptero provincial, e iniciar un rastrillaje aéreo con naves livianas, ya había oscurecido y eran alrededor de las 22. Licciardi, decían todos, no dejaría de informar sobre cualquier percance. Tanto tiempo sin contacto, intuían, era una pésima señal.

Al otro día, aún sin noticias, ya todo el Gobierno estaba movilizado. Con colaboración de militares de Mendoza y de Córdoba, las naves sobrevolaban la ruta que suponían que habría mantenido el helicóptero provincial. Por tierra, al mismo tiempo, hacían su rastrillaje Gendarmería, la Policía, muchos baqueanos y hasta un grupo de jóvenes voluntarios en motocross.

En medio de la vorágine de la búsqueda, un puestero de 19 años, Miguel Angel Villarroel, cambió el ánimo de la población en cuestión de minutos: dijo haber visto aterrizar el helicóptero cuando ya estaba oscuro. Eso, sumado a la versión posterior de que habían divisado a los cuatro tripulantes buscando una senda a lomo de mula, había provocado que los familiares fueran de inmediato al aeródromo de Pocito, a esperar a los perdidos. Pero el rumor, como nació, murió. El propio Gobernador se encargó más tarde de desmentir todo y de decir que había sido una confusión y un puñado de datos erróneos.

Ya entre el miércoles y el jueves, los nervios estaban crispadísimos. Semejante despliegue de búsqueda no estaba dando ninguna pista, no había ni siquiera huellas que alentaran la búsqueda, y los familiares empezaban a desesperar. Monseñor Di Stéfano empezó a celebrar misas pidiendo por la vida de los tripulantes. Y las hipótesis de qué podría haber pasado con el helicóptero se cruzaban con una ráfaga de versiones fugaces en voz baja, que mencionaban desde cacería de guanacos hasta tráfico de drogas. Pero ninguna de ellas duró, a ninguna se le encontró jamás un mínimo asidero.

La conmoción tenía dos fuentes tan sólidas como legítimas: por un lado, la angustia de los familiares y allegados a los cuatro hombres, que vivían una incertidumbre absoluta; por el otro, lo azorada que estaba la población, dada la importancia de esas cuatro personas, referentes ineludibles en la vida institucional de San Juan.

Hasta que sucedió. Casi al mediodía del jueves, el ministro de Gobierno, Carlos Sambrizzi, decía en conferencia de prensa lo que todos temían pero nadie quería escuchar: la nave perdida estaba destruida en la precordillera y sus cuatro ocupantes habían fallecido en el accidente. Luego se sabría que los cuerpos habían sido despedazados. Y se reconstruiría de a poco la historia de una tragedia icónica en la provincia, cuyo desenlace empezó a tejerse desde la cabina de un Lama de la Fuerza Aérea, desde donde el piloto divisó un manchón blanco al pie del cerro, que resultó ser el esqueleto retorcido del Esquilo HB-350, que se había estrellado dos días antes contra el cerro El Buitre, en las sierras de El Tontal.