Nada fácil debe ser convivir con la muerte. Ver muerte, pensar muerte, respirar muerte. Sin embargo, el paso de los años curte el dolor y poco a poco todo se vuelve costumbre. El de panteonero no es un trabajo para cualquiera. Hay que armarse de valor y vestirse con armadura para salir al ruedo.

Con sus 52 años, Hugo Aciar conoce cada rincón del cementerio de Rawson como la palma de su mano. De caminar cansino y mirada triste, admite que desde que trabaja allí cambió su humor, su forma de ser. “Me lo dice mi familia”. Ya no es el de antes. Y es lógico. “Quienes se jubilaron acá me lo advirtieron. Esto te pone más rudo”.

Nacido en Pocito, pero viviendo en Rawson desde hace mucho tiempo, Hugo repite una y otra vez “hay que hacerlo”. Resignado pero sabiendo que es el trabajo con el que lleva el pan a su casa, se despierta cada día para realizar su rutina diaria.

“Lo que hago es la verificación y apertura de nichos, acompañamiento e introducción del féretro. Además, reviso cajones con pérdidas y olor para llamar a la cochería. Cuando se hacían acá los cambios de metálica, estábamos en contacto con cuerpos desintegrados, para ponerlos en bolsas. El cajón se pica por los gases o porque es malo, hay que abrir el cajón, traer metálica nueva o cambiar el cajón”. Lo dice así, con normalidad. Sin inmutarse, pero con la plena conciencia de que no es algo que puede hacer cualquiera, que es sólo apto para personalidades muy fuertes.

“Yo empecé acá pasando el lampazo. Después me ofrecieron formar parte del grupo de panteoneros. Al principio me llamaba la atención, pero sólo es un cajón con cuerpos sin alma, sin vida. Antes me sentía mal, ahora no. El tiempo endurece”, le dijo a DIARIO DE CUYO.

Hace un año, la vida de Hugo se sacudió por una tragedia. Uno de sus hijos, con sólo 19 años, murió en un accidente de tránsito. “Tengo que pasar todos los días por donde está él. Cuesta, pero uno se acostumbra a vivir con el dolor y con la indiferencia”.

Antes de llegar al cementerio San Miguel, Hugo trabajaba en el campo y en la construcción. Nada similar a lo que realiza actualmente. “Nunca dudé de aceptar. Mi familia me decía que estaba loco, pero hay que adaptarse, no es fácil, pero hay que hacerlo”.

Pese a que ya lleva diez años en su lugar de panteonero, hay algo a lo que nunca pudo acostumbrarse: la muerte de bebés. “Trato de no hacerlo, de evitarlo. Si puedo le pido a otro que lo haga por mí. Es muy duro ver a la familia, muy chocante, es muy doloroso”.

Hugo camina despacio, escucha la radio, intenta amenizar la durísima tarea a la que ya parece acostumbrado, pero no tanto.