La frialdad de un cementerio en el medio de la nada, abrazado por temperaturas bajo cero y vientos intensos, sólo pudo ser contrarrestada por la emotividad de los familiares de los caídos. Como aquella hija que visitaba por tercera vez la tumba de su padre que perdió en 1982, simplemente para “hablar con él”; o la madre que con sus setenta y pico de años, y un bastón cómo único sostén, sacó fuerzas quién sabe de donde para llegar hasta aquí y se dejó caer, arrodillada, cuando encontró la placa de su hijo; o la otra madre que mostraba sus ojos rojos luego de abrazarse a cualquier cruz y exclamar su “odio” por la pérdida de su hijo de tan solo 16 años. Atrás había quedado la ansiedad de una hora de viaje por caminos de ripio que unían el aeropuerto militar de Mount Pleasant con el cementerio. El paisaje malvinense, con los rebaños de ovejas como solitarios testigos vivientes, se asocia al sur argentino. La cordialidad de los británicos e isleños se complementó con un estricto control de las fuerzas de seguridad. Cada tantos metros, el paso de la caravana de diez micros que fueron y vinieron del cementerio estuvo custodiado por puestos fijos con dos o tres policías.
