Corrimos con la idea de no encontrar nada. Pero llegamos a ese descampado y la realidad nos golpeó la cara: era cierto. Vimos que el helicóptero estaba en el suelo, con su cola rota, la hélice destrozada y los asientos desparramados a su alrededor. Entendimos que ese grito de un joven vallisto que pasaba por la vereda anunciado la caída de la nave, era certero. Y que el gobernador Gioja y los funcionarios que lo acompañaban habían sufrido el accidente.

“Cómo se descompuso el día. Miren el viento que se levantó”, nos dijo Federico Levato, el fotógrafo del diario que había viajado conmigo a Valle Fértil. Después, se cortó la luz del restaurante en el que estábamos. Inmediatamente, el encargado de Ceremonial del Gobierno habló desde la puerta: “Muchachos, ¿escucharon los dos estallidos? Después, pasaron los Bomberos y la Policía, ¿eh?”, nos advirtió a los periodistas que estábamos empezando a comer una ensalada de frutas. Levato salió a la vereda. Lo seguí, no me podía quedar con la duda. Junto a algunos integrantes del grupo de prensa que rodea al Gobernador mirábamos en vano hacia el Norte. Fue cuando sonó uno de los teléfonos y quien respondió se alertó. Sus palabras de desesperación se mezclaron con las de un chico que corría diciendo “el helicóptero se cayó” y marcó el inicio de las corridas.

Buscamos nuestros bolsos gritando la noticia a los colegas, entre quienes estaba Luis Márquez, vocero del Gobernador. Él salió y lo seguimos. Sin preguntas, sin mirarnos, subimos a su camioneta, en la que además iban el camarógrafo y el fotógrafo oficial y el periodista de un medio digital. Me movía rápido, pero estaba segura de que no era cierto, de que tenía que ir sólo para corroborar que no había pasado nada. Sin embargo, mi respiración acelerada predecía lo ocurrido. Mientras recorríamos las 4 cuadras hasta el lugar le pregunté a Márquez quiénes iban en el helicóptero y me los nombró uno por uno. El resto estaba en silencio, inmóvil, pálido. Sólo el fotógrafo se movía. Lo miré, no entendía qué hacía en ese momento, estaba concentrado cambiando la tarjeta de memoria de su cámara.

La cinta que cortaba la calle fue la primera señal, pero aún estaba incrédula. Corrimos una vez más, doblamos y vimos los fierros rojos y blancos retorcidos en el suelo. Tuve que hacer un esfuerzo para dejar las manos quietas, agarrar mi teléfono y llamar a alguien de la redacción del diario. Dije: “Se cayó, se cayó”. Hasta que logré tomar aire, centrarme y comenzar mi relato. Alrededor, había gente que corría y gritaba, otros que observaban y un puñado de periodistas que hacían lo mismo que yo.

Volví a quedar en silencio cuando vi a Margarita Ferrá. Esa mujer, correcta, sonriente y coqueta estaba tendida sobre una madera, con su remera levantada. La llevaban a una camioneta con un collarín, que cayó al suelo y nadie se detuvo a levantar.

Tras el traslado del piloto todos marchamos al hospital. Allí sólo quedaron los policías y bomberos, al lado del helicóptero que estaba en el suelo, con su cola rota, las hélices destrozadas y los asientos desparramados a su alrededor.