Juan Carlos Carrizo tiene 73 años, de ellos, pasó casi 50 en el correo de Valle Fértil. Allí, según cuenta con orgullo, llegó a ser jefe. Sin embargo, lo que más nostalgia y pasión le despierta fue su función como telegrafista, un oficio que se extinguió por completo en los ’90, pero que aún muchos recuerdan con el cariño propio que se les tiene a las cosas perdidas.

Experto como pocos en el mundo del Código Morse, aún retumban en sus oídos aquellos “ruiditos” que tradujo y trasladó al papel durante gran parte de su vida para completar los formularios de los telegramas. Función que le permitió conocer los secretos de todos los habitantes del departamento aunque “nunca conté nada”, aclara rápidamente. Y cuenta que, “antes de empezar a trabajar teníamos que firmar una declaración que era una especie de secreto profesional, se nos informaba que éramos mudos, ciegos y sordos. Era parte de la formación, sabíamos que no podíamos revelar nada de lo que la gente enviaba en los mensajes”.

Pero, ¿de qué se trataba su trabajo? Él lo explica como nadie.

“La telegrafía usa el alfabeto creado por Samuel Morse. Lo debe haber escuchado alguna vez, se basa en un conjunto de puntos y rayas. Por ejemplo, la A es .-, la B -…, la C -.-., y así sucesivamente. Eso, se puede traducir en sonido: un sonido corto equivale a un punto; un sonido largo, a una raya”, comienza explicando.

“Nuestra función era oír esos sonidos que nos transmitían y traducirlos en un formulario doble de telegrama, uno era entregado después al destinatario y el segundo quedaba en el archivo del correo. O bien, recibir el mensaje que se quería enviar y transmitirlo a otra central para que llegara al sitio correspondiente”, continúa.

Y para terminar de explicar su oficio, sin interrupciones, sostiene que “el telégrafo tiene dos piezas: un manipulador, para enviar el mensaje; y un sonador, para recibirlo. El sonador era el que hacía los ruiditos, nosotros los recibíamos en forma mental y escribíamos. O bien, marcábamos los sonidos para que los recibieran en otra estación. Parece difícil, pero en un ratito se escribe un montón de palabras”.

El sistema funcionaba a través de líneas físicas, compuestas por un alambre muy grueso que iba de una central a otra. “El corresponsal más cercano del Valle hacia el lado del Norte era Padquía (en La Rioja, a unos 100 kilómetros de la ciudad cabecedera del departamento). Y para que funcionara el sistema se necesitaba también el trabajo del guardahilo. Su tarea comenzaba cuando había cortes, por ejemplo, por la caída de un poste. El hombre andaba a caballo y recorría todo el ‘hilo’ hasta que hallaba el problema y los reparaba”, explica Carrizo.

Juan Carlos trabajando en el correo.

El servicio de telegrama era requerido en ese entonces como pan caliente. Es que, era la forma más veloz de transmitir mensajes familiares o administrativos. “En esa época estábamos cubiertos de telegramas. Un telegrama tardaba alrededor de una hora en llegar del Valle a la Ciudad, era un sistema muy rápido para la época, sobre todo teniendo en cuenta que, al principio, el teléfono no era un medio al que cualquiera podía acceder”, explica el telegrafista.

Y cuenta que, los mensajes que enviaba la gente iban desde cuestiones de empresas, como notificaciones de deudas, adjudicaciones o llamados; hasta temas familiares, como la salutación por un cumpleaños, el aviso del nacimiento de un nuevo integrante o la triste noticia de un fallecimiento.

El inicio de su carrera “predestinada”

“Ingresé al correo el 26 de noviembre de 1964, tenía 17 años”, recuerda con precisión Carrizo. Aunque, tal vez como un símbolo, no tiene noción de la fecha exacta en que se jubiló y se despidió de su trabajo.

Su primera aproximación al mundo de la telegrafía llegó cuando él era muy pequeño, y lo sorprendió. “Nací en Huaco, pero antes de cumplir 1 año nos mudamos a Valle Fértil. Allí pasamos unos años, fueron los años en los que hacía la primaria. Lo cito porque el correo quedaba una cuadra antes de la escuela y recuerdo que cuando pasábamos por ahí, todos los días, escuchábamos desde la vereda ese sonido tan particular que salía de algún aparato y nos intrigaba. Con el tiempo supimos que era el telégrafo”, relata Carrizo.

Sin embargo, más tarde sus padres decidieron que la familia se mudara a la Ciudad de la provincia. Y ahí, nuevamente una elección marcó el futuro de aquel joven. “Fui a la escuela Domingo Faustino Sarmiento, pero el último año lo cursé en la Antonio Torres. Cosas del destino, decidí cambiarme porque había una materia que se llamaba telegrafía y me resultó interesante. Aprendí un poco, fue el inicio”, revela.

Fue su madre la que terminó de delinear el camino que transitaría a lo largo de toda su vida. “Cuando tenía 17 años mi madre hizo los trámites para ver si yo podía empezar a trabajar en el correo. Poco tiempo después me llegó el telegrama en el que me pedían que me presentara en la oficina de Valle Fértil. En esa época el colectivo iba sólo tres veces por semana de la Ciudad al Valle, así que me vine en el primero”, rememora.

“Allí me recibió el secretario y me dijo que me presentara al día siguiente a tomar funciones, todo muy rápido. En los correos, en ese momento, había 40 libros a los que llamábamos CDV, era la Colección de Disposiciones Vigentes. Con esos libros uno tenía que preparar los exámenes que iba rindiendo para escalar en las distintas posiciones del correo: mensajero (que eran quienes entregaban los telegramas), cartero, auxiliar, telegrafista e incluso, algo que alcanzaban pocos, la jefatura. El tema era que esos exámenes se tenían que rendir antes de cumplir 18 años. Yo recuerdo que después de terminar las tareas nos quedábamos en el correo y nos sentábamos en el telégrafo a practicar. Las ganas de progresar dieron sus frutos y finalmente lo logré”, dice con una emoción que aún se marca en su modo de expresarse.

Y confía: “Había cierto orgullo en cada uno de los que trabajábamos con el telégrafo, porque teníamos que aprender bien el sistema. Lo que más nos dolía era que, cuando no lo hacíamos bien e interrumpíamos para que nos retransmitieran algo nos hacían llamar al jefe para que él escribiera el mensaje y era como que uno era incapaz de hacerlo. Era lo peor que nos podía pasar”.

A la par, cuando era necesario, Carrizo también se desempeñaba como cartero o ventanillero, es decir, atendía al público. Así fue cumpliendo todas las tareas. “Recuerdo que uno de los jefes que tuve era una persona que delegaba todo, hasta lo contable, eso me sirvió mucho, porque cuando terminé siendo jefe de la oficina ya manejaba todas las actividades”, reflexiona.

El fin del telégrafo y sus sucesores

El telegrafista muestra una pieza del aparato que aún conserva.

Con el paso de los años, la tecnología fue evolucionando y el telégrafo, dejado de lado. “Hubo una época en la que en las oficinas centrales del correo, como la de Capital o la de Villa Krause, se usó el teletipo, que era un aparato que emitía una tira escrita, que luego los trabajadores recortaban y pegaban en el formulario, pero a Valle Fértil no llegó esa tecnología”, cuenta el trabajador del correo.

También trabajamos en una época con sistema que utilizaba el Código Q, pero había ciertos problemas con las líneas técnicas.

El telégrafo dejó de utilizarse por completo en los primeros años de la década del ’90, con el arribo del fax, que permitió usar los teléfonos para la transmisión y recepción de telegramas. Y después, finalmente, llegó Internet.

“Pasé por todos los sistemas, de hecho alcancé a trabajar un poco tiempo con Internet para trámites como cobranzas y pagos”, dice con orgullo Carrizo.

Y cuando con algo de tristeza que “cuando se privatizó el correo, en la época de –Carlos- Menem se llevaron todo, inclusive los muebles y aparatos. Por ahí algún directivo tiene algún telégrafo como reliquia, acá en el correo no quedó nada. Además, lamentablemente, hace un año y pico se hizo una remodelación y destruyeron todo, inclusive los libros donde salían las descripciones de los componentes, cómo funcionaban las líneas y los tableros y otra información. Yo sólo conservo un manipulador de radiotelegrafía que lo usamos muy poco”.

Ahora, ya jubilado, Carrizo se dedica a la fotografía. “Me faltaban unos poquitos meses para cumplir 50 años de antigüedad cuando dejé el correo. En ese momento me entristeció, porque quería llegar al aniversario, era como un premio. Hoy, a la distancia, lo pienso y digo: ‘no era tan importante’. De todos modos, me siento muy orgulloso de haber trabajado en el correo casi media década”.