El chocolate que los integrantes de la comisión de la Unión Vecinal Villa El Salvador, de Angaco, repartieron ni bien empezó a llegar la gente, sirvió para calentar el cuerpo y el espíritu. Los mayores recordaban que esta era una práctica habitual en las fogatas de cuando ellos eran niños y los más chicos se entusiasmaban con los preparativos mientras la locutora invitaba a los vecinos a reunirse en torno a la inmensa parva de arbustos secos que en minutos ardería entre los gritos de "¡Viva San Juan Bautista!".

De a poco, el círculo empezó a cerrarse alrededor del fuego que abrasaba los rostros y enrojecía las narices de los chiquitos, fuertemente sostenidos de la mano por madres y abuelas vigilantes, para que no se acercaran demasiado a la fogata. El párroco Marcelo Alcayaga bendijo el fuego y extendió el pedido de bendiciones para todos, único momento de la noche en que lo religioso fue el eje del festejo, porque después vinieron las otras tradiciones recuperadas por los organizadores que despertaron la alegría de los presentes.

"Antes había más parrales y costaba menos armar la fogata. Ahora hemos tenido que ir a buscar a Las Tapias un poco de chepica seca, porque no quedan muchos arbustos en la villa. Lo ideal es poner pino, palmera seca y algunas gomas, para que ardan un rato largo", reveló el presidente de la Unión Vecinal, Juan Manuel González, gestor de la idea de hacer una fogata como las de antes. Recordó también que cuando era niño, era común que en cada barriada hubiera una fogata, tradición que se perdió a medida que la zona urbana fue avanzando y quedaron pocos baldíos en la villa. "Armábamos la fogata entre todos durante el día y después hacíamos turnos para vigilar, porque la gracia era quemarles la fogata a los de los otros barrios antes de la noche, para que la propia fuera la única prendida en la noche de San Juan", confesó entre risas.

Mientras ardía la chepica, González y otros vecinos repartieron maní, otra costumbre recuperada a la que los mayores adherían poniendo las dos manos en cuenco para recibir una porción más grande. Los chicos, en tanto, llenaban sus bolsillos para poder seguir comiendo mientras jugaban y después arrojaban las cascaritas al fuego. "Hemos puesto unos camotes al rescoldo -contó González- como hacíamos hace años. Y mañana, los que vengan a limpiar, se encontrarán el premio de poder comerse los camotes cocidos sobre las brasas".

Bajo una Luna inmensa y al calor de las llamas que lastimaban el aire frío como cuchillos, la fogata fue la excusa para volver el tiempo atrás y traer al presente una costumbre de pueblo, en la que lo sagrado y lo profano conviven en armonía.