A los alcahuetes se les notaba en el lomo los cuatro días de mal comer. Sucios, flacos, las costillas esquivas, la cola nerviosa. Tenían la mirada pasada de furia y de preguntas. Le daban vueltas con la cabeza pesada, como si el cielo mustio de ese otoño los empujara hacia abajo. Olisqueaban con parsimonia: el olor se hacía cada vez más fuerte. A veces por turnos, otras todos juntos, seguían rodeándolo con el tranco espeso. A alguno se le escapaba un aullido o un ladrido huraño. Otro alcahuete tiraba tarascones al aire ocre del potrero. Le hacían guardia. No había que descuidarlo. El cuerpo del amo llevaba allí su cuarto día consecutivo, crispado por su último infarto, solo en su muerte de campo, protegido el cuerpo inerte de la amenaza voraz de los jotes por la fidelidad cimarrona de sus perros.
En la mano gredosa del amo, pendiente entre los dedos gruesos, oscilaba una cebolla. En ese gesto lo encontrarían después y supondrían que habría cumplido su rutina en el rancho de Agua Negra: arriba con el gallo, a revisar las melgas, a largar el agua, a arrancar los yuyos, a separar las cebollas malas. Y con él, dándole vueltas, custodiándolo como todos los días, los alcahuetes.
Así los había bautizado la señora. Mire cómo lo siguen, les había dicho a los invitados, que miraban ese arcoiris de razas imposibles atravesado en cada uno de esos lomos. No lo dejan a sol ni a sombra, había insistido, con sonrisa de propaganda pero con un poco de fastidio que se colaba por la mirada. Los alcahuetes, eso estaba claro, eran sólo de él.
Aquella mañana la mujer salió, como muchas mañanas, a lo de sus parientes. Llevaba el bolso grande: se quedaría en la ciudad por varios días. El prefería no salir del rancho. Ese pedazo de tierra jachallera lo necesitaba, tan cerca de la vertiente, con tanto que hacer siempre en el potrero. Además, la soledad era la caricia que le hacía falta para el Boca-Racing que se avecinaba. Ella lo despidió con su beso y su bendición. El la acompañó hasta la tranquera y la saludó desde allí. Cruzándose entre sus piernas, los alcahuetes rompían el silencio.
Fue lo último que se supo de él. Cuatro días después, un familiar fue a verlo. Y lo encontró así, volcado en la tierra del potrero, con su muerte de cuatro días en la boca abierta y una cebolla flaca en la mano. Lo único que quedaba era el vuelo circular de los jotes hambrientos, las cabeceadas de los zorros fisgones, y la guardia firme de los alcahuetes, que no querían dejar ir a su amo.
