Una quincena de personas tipeaba en computadoras, medía estadísticas, atendía teléfonos, llenaba planillas y procesaba datos. Y alrededor, el silencio y la oscuridad absolutos. Ese par de oficinas de Salud Pública era lo único funcionando ayer en el edificio, que casi ni autos estacionados alrededor tuvo.
"El fantasma tiene todo el edificio para él solo", bromeaba un empleado de la repartición. En el tercer piso, donde una radio encendida bajito era casi lo único que se escuchaba, estaba la gente de Epidemiología, de Prensa, de Bioquímica y el ministro Oscar Balverdi. Y el resto de los boxes y oficinas era un reguero de sillas vacías, escritorios pelados y computadoras y luces apagadas.
Ya desde el exterior se hacía notar el asueto. Por Las Heras había menos de 10 autos estacionados. Por Libertador no había ninguno, tampoco taxis ni remises esperando. En el acceso principal, un policía y dos perros soportaban estoicos la soledad y el viento Sur. Y al trasponer la puerta, otro policía y un guardia tomaban nota de quien entrara: empleados de limpieza, la gente de Salud, algunos periodistas y nadie más.
Los ascensores estaban detenidos en planta baja y el tercer piso. Las escaleras estaban vacías. El cubículo de la mesa de entradas dejaba traslucir las luces de los cajeros automáticos, que resaltaban sobre la oscuridad del resto del espacio. Y los ventanales de los entrepisos ayudaban a ver cómo el viento despeinaba la arboleda y ensuciaba la ciudad.
Y en la isla, aún con la gente trabajando, el clima no era muy distinto. Aunque compartían escritorios, casi cuchicheaban. Y para sentir el calor humano, cada tanto alguien de Epidemiología caminaba unos 30 metros hasta Bioquímica, donde el jefe y una empleada trabajaban, para saludarlos con un eufemístico "¿cómo andan los porcinos?".

