De a ratos, un viento leve del Sur se cuela entre los pedazos de nai­lon negro que hacen de reparo para detener el frío, sin suerte,
porque los 5 grados de mínima de la madrugada de ayer eran di­
fíciles de soportar. El cielo, plo­mizo y amenazante, se deja ver
por las rendijas de los cañizos re­cuperados de la demolición y
que ahora sirven para limitar los breves espacios destinados a
cocinar, a comer o a dormir.

Lo único que se salva de la destruc­ción es la risa de los niños, en­fundados en camperas con capu­cha y usando la calle como patio de juegos, en el espacio robado a los autos y colectivos que hoy se convirtió en pista para andar en triciclo o en bici. La calle Roque Sáenz Peña o 25 de Mayo, según si quien la nombra se para en Ca­pital o en Santa Lucía, devino en espacio común para las 9 fami­
lias que desde hace casi un mes vieron caer las paredes y techos
de sus casas y desde entonces, se acomodaron a vivir en taperas
precarias, levantadas al costado de las antiguas viviendas.

“Lo malo es el viento, porque acá hay
niños y gente grande, que corren el riesgo de enfermarse”, dijo
María Ramos. Ariel Villanueva, que ayer dejó su trabajo para ver
cómo la estaba pasando su fami­lia con tanto frío, resumió su de­
sazón en cuatro palabras: “No nos dejaron nada”, dijo.

Junto a su mujer, Natalia, Ariel tuvo que acostumbrarse a vivir en una de las carpas que cedió el Ministerio de Desarrollo Humano, al lado de un reparo que construyó para proteger sus cosas. “Nosotros trabajamos y con lo poco que tenemos, vamos comprando cosas. Por eso nos duele ver que ahora todo se está arruinando. Pero más nos duele ver cómo sufren los chicos: mi hijo de 5 años, que había empezado el jardín, ahora no quiere ir porque dice que le da vergüenza vivir en la calle”, se lamentó Ariel.

Asomando los ojitos brillantes en la capucha de su campera rosada, Fernanda, una nena de 8 años que también vive en las carpas con su familia y que cursa el Tercer grado en la escuela Rivadavia, sintetizó de forma dramática su experiencia. “Un día -dijo- me levanté y me fui a la escuela, con mis hermanos. Cuando volvimos al mediodía, las casas no estaban más, porque las habían tirado y todos estaban llorando”.

Entre las 9 familias que quedaron en la calle, hay casi una veintena de chicos en edad escolar y 10 más pequeños. También hay varios adultos mayores, algunos con su movilidad reducida, que desde ayer permanecen en los reparos envueltos en frazadas para no sentir frío. “Lo peor es pasar la noche. Solamente tenemos la luz de la calle, porque nos cortaron la luz y el agua. Y por más que nos abriguemos, el viento se mete igual. A veces parece que el nailon se va a volar. Y ya se están secando hasta las plantas que teníamos puestas acá”, dijo Lidia Guiñazú, la vecina más antigua, mirando con tristeza los malvones mustios de lo que fue su casa.