Cerca de 70 personas están sufriendo el dolor de las pantorrillas y el de los músculos de los brazos. De su frente cae una gota gorda y tienen que mantener posturas incómodas que los obligan a hacer equilibrio constantemente. No están en un gimnasio, tampoco están corriendo un maratón; no están haciendo ningún deporte. Están amontonados, viajando en el colectivo que va desde Ullum hasta la Ciudad de San Juan, después de haber pasado una tarde de Sol en los campings del dique.
El Dique de Ullum en esta época se transforma en un sitio de esparcimiento ideal. El lago presta su agua de color verdoso, con la temperatura justa para un buen chapuzón, el Sol brilla en su mayor esplendor y la brisa no molesta, sólo agrada y apaga un poco el calor. Por eso, y por su cercanía con la ciudad, es uno de los lugares más convenientes para pasar la tarde de verano. Pero para todos los que no tienen un vehículo para llegar hasta la playa, el viaje de vuelta es un problema.
El recorrido de más de una hora se transforma en una tortura.
Las personas que esperan a la orilla de la ruta para volver a la ciudad tienen pocas chances de viajar sentadas: como el micro viene desde el pueblo ullunero, casi todos los asientos están ocupados cuando pasa por la primera playa. Allí sube un grupo de veraneantes, en su mayoría jóvenes, y empiezan a ocupar el colectivo. De parada en parada el micro se llena cada vez más. Y el pasillo estrecho se hace cada vez más pequeño con las conservadoras, los bolsos, las mochilas y los equipos de mate que la gente lleva al dique para pasar la tarde.
Todos hablan con las personas con las que subieron, hasta que la charla se hace comunitaria. Se empieza a escuchar los "che, va mucha gente", o los "espero que no suba nadie más", que los pasajeros pronuncian fuerte para asegurarse de que el mensaje llegue al chofer. Aunque no da resultado: en cada entrada de un camping siguen subiendo personas. En una de ellas el conductor grita "chicos, para atrás", pero es imposible: todas las manijas de los asientos están ocupadas y también los pasamanos que hay en el techo del micro. La gente va prácticamente colgada y moviéndose en grupo al compás de los vaivenes del colectivo.
En la última playa la entrada se complica, es imposible, no cabe un alfiler. Entonces, el conductor le cobra al grupo de chicas que no ha podido subir y les dice que entren por la puerta de atrás. No hay remedio y las chicas tienen que pararse sobre las escaleras de descenso. En ese momento la velocidad comienza a aumentar y el colectivo baja la montaña como una ráfaga. Mientras tanto, los cuerpos se mueven hacia los costados y las piernas y los brazos tienen que estar cada vez más firmes para no caerse.
Cuando el agua del dique queda atrás llega un nuevo dilema. El camino se hace eterno. El micro recorre gran parte de Chimbas y Rivadavia antes de llegar a la ciudad. Y en cada parada de descenso el movimiento es un descontrol. A pesar del "permiso", moverse para dejar el espacio a los que bajan es un problema. Hay que pegarse al que está al lado, no importa si es conocido o no, para darle lugar a la persona que ya llegó a destino.
Y después de tanto amontonamiento y traqueteo, el enojo de un viaje incómodo y larguísimo le pone los pelos de punta a la mayoría y opaca todo lo bueno que pasó en la tarde.

