Enviado especial

 

Unas piedras filosas amontonadas en forma de ‘U’. Están a unos 800 metros del viejo aeropuerto de Malvinas, en una zona elevada. Luis Roberto Alonso De Armiño, uno de los más veteranos del grupo de sanjuaninos, entra y se pone en posición de disparo, mirando al mar. Lo acompaña Carlos César Rubina. La escena dura un puñado de segundos, suficientes para quebrarse. Se funden en un abrazo. Es, a esta altura, el primer contacto de los excombatientes con la guerra. Un aplauso de los compañeros busca calmar el dolor. No alcanza, aquellos días están nuevamente en sus mentes y se percibe en el ánimo.

 

Las inmediaciones de la terminal aérea usada por los militares argentinos fue un hueso duro de roer para los ingleses, al punto que no pudieron dañar la pista. Si bien no se libraron grandes batallas como en otras zonas del archipiélago, hay vestigios de combate, de la resistencia argentina.

José Luis Porra contiene a Luis Roberto Alonso De Armiño

 

De entre las rocas, Sergio Arabel saca una vaina servida de un fusil Fal. Julio Ortíz se topa con un pedazo de manta. Un trozo de media levanta José Luis Porra. A unos 10 metros, Elio De la Fuente divisa una vieja radio a transistores que yace en un lugar sin protección. Nadie la toca. Es ley que todo deshecho de guerra quede donde se libró la batalla. Ellos lo saben, aún tentados por alzarse con un recuerdo. 

 

Aunque el frío y el viento pegan en el cuerpo y hacen sentir el rigor, igual todo el grupo accede hasta una zona más alta donde se ve de muy cerca la pista del aeropuerto. Un agujero en la tierra de unos 8 metros de diámetro frena la caminata. Se trata de una de las tantas bombas que lanzaron las naves inglesas para destruir la traza donde salían y llegaban los aviones argentinos. Dicen que hay como 8 de esos cráteres. 

Rolando Ramos muestra una vaina servida de Fal

 

Duilio Dojorti, el huaqueño de la delegación sanjuanina, recoge del suelo pedregoso un trozo metálico de no más de 3 centímetros. Es una esquirla de la munición que provocó tamaño hueco en la tierra. “Estremecían el cuerpo cada vez que caían cerca”, recuerda.

 

Los minutos transcurrían en el gélido monte cuando Osvaldo Escalona alza la voz, “estos cables nos permitían estar comunicados”, asegura. Se refiere a un tendido que iba a la intemperie para mantener conectadas a las posiciones de combate. A los metros se deja ver entre la turba un cable grueso que – explicaron- servía para mandar información de los radares a los cañones; “esto nos guiaba a la hora de disparar”, detalla Rubina que manejó un cañón antiaéreo en Darwin.

Hugo Perea trata de ver un poco más allá de lo que entrega la geografía cercana

 

El monte invita a caminarlo. El viento, no. Es una lucha de estos veteranos que tienen sobre sus espaldas una guerra durísima y entre 54 y 62 años. Pero, así y todo, se sienten privilegiados de poder estar ahí con campera y calzado adecuado. “Cuando esa trinchera se llenaba de agua o llovía, no se podía estar pero no había que moverse. Era eso o que te maten. Sumado el hambre”, dice, sin eufemismos, Hugo Sabino, que al rato se aleja del grupo y camina sólo, fumando un cigarrillo, mirando hacia algún lado, atravesado por los recuerdos.