De simples altares con imágenes en casas de familia, a capillas que identifican a sus pueblos. En Albardón, hay dos pequeños templos que le han ganado al paso del tiempo y que son centenarios, con una historia tan rica como sus años: la capilla de San Roque, en La Cañada, y la de San Nicolás de Tolentino, en Las Lomitas. Por eso y para tratar de asegurarse el mantenimiento y la promoción turística, el párroco Raúl Zalazar y un grupo de fieles trabajan para que las capillas centenarias obtengan la declaración de patrimonio histórico provincial.
La capilla de San Roque tiene su origen en 1897, cuando un vecino de La Cañada, Agustín Recabarren, trajo una imagen del santo desde Estados Unidos. En su casa rezaban y en la gran estancia se hacían las procesiones. Según Domingo Castro, profesor de historia que escribió un libro sobre el oratorio, la devoción de los lugareños se afianzó con algunas ‘gracias’: una vez que se acercaba una plaga de langostas, sacaron la imagen del santo y las langostas no atacaron los cultivos en La Cañada, algo similar a lo que ocurrió años después pero con una tormenta de granizo. Ante tanta devoción y gratitud, a San Roque lo colocaron luego en una pieza que le construyeron especialmente, por intermedio de la familia Gómez. Los Recabarren donaron a su vez dos campanas y otros vecinos aportaron los bancos y un altar.
El terremoto de 1944 dañó gravemente el templo, por lo que mientras duró la reconstrucción (tres años), las misas se celebraron en el galpón de un vecino. La reinauguración fue con una gran celebración y aún se mantiene la estructura de aquella obra.
Sin embargo, aún le quedaban más problemas a la capillita, pues la cerraron tras los cambios que generó el Concilio Vaticano II y la reabrieron en 1995, luego de la creación de la parroquia de Santa Bárbara. Desde entonces y con mejoras en el interior, San Roque sigue siendo el santo protector de La Cañada.
San Nicolás
Hacia fines del siglo XIX, Nicolasa Díaz, casada con José María Quiroga, hombre que tenía campos en Las Lomitas, colocó en su casa la imagen de San Nicolás de Tolentino, de quien era muy devota. Invitó a sus vecinos a rezar por los enfermos (en la vida del santo se recuerda que, estando enfermo, la Virgen se le apareció, bendijo unos panes y Nicolás se recuperó tras comerlos) y pronto crecieron las muestras de fe.
Por eso los vecinos le pidieron a Nicolasa que hiciera un oratorio, para que más gente pudiera acceder al santo. Ella accedió y donó un terreno lindero a su casa, además de los materiales para construirlo. En septiembre de 1912 lo inauguraron. Tenía 13 metros de largo por 6 de ancho, un campanario y una galería contigua a la sacristía.
Durante tres décadas el templo permaneció intacto, pero en 1942 le hicieron obras para reforzar su estructura y además le colocaron piso de piedra laja.
Entre las particularidades que guarda el templo, afirman que parte de su altar se armó con retablos rescatados de entre los escombros del Convento de Santo Domingo, dañado por el terremoto de 1944. Por su parte, alrededor del año 1920 colocaron en el oratorio la actual imagen del santo, de 1,60 metro, y cuyos ojos de vidrio pertenecieron en vida a una vecina de apellido Hidalgo, relató Domingo Castro. A su vez, la capilla atesora una reliquia de San Nicolás de Tolentino.

