El camino hacia la santidad tiene tres peldaños: venerable siervo de Dios, beato y santo, y para ser proclamado esto último es necesario que la Iglesia reconozca oficialmente dos milagros, de épocas diferentes, por intercesión de esa persona. Para abrir un proceso de canonización es necesario que se dé en la persona fallecida la “fama de santidad”. La normativa vaticana exige que sólo se puede abrir el proceso a partir del quinto año de la muerte de esa persona, aunque el Papa tiene la prerrogativa de saltarse esa norma, como ya hizo Juan Pablo II con la beata Madre Teresa de Calcuta y Benedicto XVI con el mismo Juan Pablo II. El proceso se abre en la diócesis donde vivió o murió esa persona y, una vez concluida la fase diocesana, en la que se recoge información y declaraciones sobre la vida del que se pretende canonizar y se certifica que todo ha sido regular, la causa pasa al Vaticano, donde se le declara “venerable siervo de Dios”. En la fase vaticana, la información sobre la vida y obra de esa persona es examinada por un grupo de expertos -teólogos, historiadores y médicos, entre otros- que deben aprobarla antes de que la Congregación para la Causa de los Santos dé el visto bueno. Esa etapa puede alargarse durante un periodo indeterminado. Venerable siervo de Dios es el título que se da a una persona muerta que ha vivido las virtudes “de manera heroica”, como hizo hoy Benedicto XVI con Juan Pablo II y Pío XII. Para que un venerable sea beatificado es necesario que se haya producido un milagro debido a su intercesión y para que sea canonizado (santo) es preciso un segundo milagro ocurrido después de ser proclamado beato. En caso de martirio, de aquellos que murieron por no renunciar a la fe católica, no es necesario milagro para ser beatificados.