Por Walter Vargas, Agencia TELAM

Por si no fuera penoso en sí mismo, el episodio que distancia a Juan Román Riquelme de Diego Maradona pone negro sobre blanco en una tendencia alarmante el sesgo conventillezco de un ciclo que en términos de organización se presumía vigoroso y tranquilizador. Se trata, más bien, de la vieja historia del árbol que impide apreciar el bosque.

Es cierto que el enfrentamiento arroja pérdidas sensibles: el seleccionado se queda sin un jugador de valía innegable y el jugador hipoteca la posibilidad de intervenir en lo que hubiera sido, o sería, su último Mundial.

Es cierto que cada uno, a su manera, puede atribuirse una victoria significativa: Maradona por fortalecer su frente interno y Riquelme por la valentía de enfrentar a un personaje que amén de su bien ganado prestigio goza de los favores de agradecidos, fans, oportunistas, operadores y alcahuetes de variados pelajes.

Ahora, más allá de la hipersensibilidad de Riquelme, de su divismo y del desdén con que parece mensurar esa “causa superior” que sería vestir la camiseta albiceleste; y más allá del desparpajo con que el Maradona director técnico ejecuta acciones que el Maradona futbolista hubiera censurado (alterar la secuencia del cara a cara y los comentarios públicos), lo que emerge como dato sugestivo es el escenario en el que se dirimieron las diferencias.

Fueron las cámaras de la televisión -al modo de un debate de dos políticos en campaña o, peor, al modo de las disputas de dos vedettes de curvas apreciables y seseras vacuas- el canal elegido para llevar adelante un diálogo sin diálogo, un intercambio copioso en sobreentendidos y malentendidos y, desde luego, un feroz tironeo de egos en pugna.

Si la farandulización del fútbol es un hecho consumado, el versus Riquelme/Maradona, y viceversa, nos está hablando de un viaje del que difícilmente haya retorno.

A esta altura es difícil establecer hasta dónde priman las convicciones más profundas y hasta dónde la cultura del semblanteo a la cámara, de las reacciones calculadas, del patente simulacro.

Pero hablamos, y ya es cuestión de volver al sustrato del planteo, del seleccionado argentino de fútbol, de ese mismo seleccionado que con el advenimiento de Maradona, de Bilardo, de la generación del 86 y de toda su fanfarria, estaba destinado a poner la casa en orden y amén de ordenarla a dejarla apta para las mejores galas.

Y aunque es grato comprobar el excelente momento personal de Maradona (“el mejor de mi vida”, Diego dixit) y el compromiso y la lucidez que a grandes trazos expresa en su cometido como entrenador del plantel, no es menos comprobable que hay también mucho de apetencias y miserias en danza, de teléfonos descompuestos, de maltratos y de desprolijidades, cuando no de franco patetismo.

En torno de este seleccionado que se insinúa prometedor se cifran asimismo los polos desquiciantes que van de la intriga palaciega a una ventilación pública que roza la obscenidad.

En ese marco se ha inscripto la conformación del cuerpo técnico en general y el caso de Oscar Ruggeri en particular (con la inestimable colaboración del presidente de San Lorenzo, Rafael Savino), las fidelidades o infidelidades “al proyecto”, del Checho Batista y del Tata Brown, la probable incorporación de Humberto Grondona, el despido de Ubaldo Fillol, el flamante entuerto Maradona/Riquelme y el más latente aunque no menos flamante, y de derivaciones insospechadas, entre Maradona y el propio Bilardo, etcétera.

Muchas manos en un plato hacen mucho garabato, y no aludimos, precisamente, al Canal Gourmet.