Las ramas con espinas de cinco centímetros que raspaban y se clavaban en el cuerpo. El viento Sur que tapaba de polvo la boca, la nariz y los ojos. Y cabalgar durante cinco horas. Todo esto formó parte de la agotadora cabalgata del fin de semana pasado hacia los pagos donde vivió Martina Chapanay, entre El Encón y Bermejo, en Caucete, de la que participó DIARIO DE CUYO. El destino: un oasis en el infinito desierto, una aguada natural donde cientos de animales llegan a beber. Esto está en lo bajo de una hondonada rodeada de médanos y más médanos. Y donde los gauchos ya todos reunidos, entre sombreros, facones, botas, pañuelos al cuello y teteras a las brasas, comieron hasta hartarse, tomaron, rieron, cantaron, payaron y mostraron sus destrezas con terneros, caballos y carreras.

Los costillares y las carnes de una vaquillona se escapaban por los costados de la parrilla, que tenía el tamaño de la mitad de una cama. Y sumada a esa, se veía 2 más, pero pequeñas. Para las 60 personas que estuvieron el sábado por la noche en las tierras de arena de la Chapanay, había casi 60 kilos de asado.

Per no había platos. Cada gaucho comía con su facón en una mano y un pedazo de pan casero y otro de carne en la otra. No había indicios de prevención de la gripe A, pero sí había mucho alcohol. Tinto de damajuana era lo que sobraba y salpicaba las mangas y rondaba de mano en mano, en vasos gigantes y comunitarios.

Eso fue parte del festejo en honor a la Chapanay, quien, según la leyenda, en el siglo XIX robaba a los ricos para dar a los pobres. La demostración de destrezas fue el otro homenaje. Uno de los gauchitos rebotaba en el lomo de un ternero mientras gritaba de goce antes de caer de pecho a la arena y festejar con un brazo en alto porque el otro le dolía. Los más chicos montaban terneros chúcaros, y toros o yeguas los más experimentados. Las carreras de caballos y enlazar o pialar (enlazar las manos del animal) también fueron parte de la atracciones. El retumbe de los terneros en el suelo demostraba la habilidad de los gauchos. Asimismo, las capaduras de terneros fueron muy atrayentes, así también como esos testículos al tuco y con pan casero que luego sirvieron.

La desconexión que hay en el lugar donde vivió la Chapanay con la ciudad es lo que atrae a los gauchos que tienen muchas ocupaciones como policías, bicicleteros, viñateros, camioneros, empleados públicos o de comercio. La luz de noche sólo la dan los fogones. El celular ajustado al cinto se cambió por el facón. Los sonidos nocturnos no son de autos, el mugido de las vacas pidiendo que les abran la tranquera o el ruido del viento es lo único que se escucha. Y si hay música no es de equipos electrónicos: es la guitarra y los cantores o payadores de turno. El olor no es a humo de vehículos, es el de los fogones o el asado que es desayuno, almuerzo y cana. Y el cielo no es plano y tímido. Las estrellas crean manchas por su amontonamiento y pelean por quién brilla más. Además, la cocina no existe, las mismas brasas calientan las teteras y tuestan las rodajas de pan.

Cómo se llegó

Al poco andar a caballo, después de la partida desde Bermejo, el paisaje era una planicie desértica y no tenía fin. Sólo se notaba la nada al mirar alrededor. Cualquier persona podría gritar y correr varios kilómetros y no encontrar la respuesta de ningún humano. Y las huellas de los caminos son todas iguales. En el grupo de decenas de hombres que cabalgó con 4 baqueanos hubo dudas del camino en varias bifurcaciones. Y en la mitad del camino, el grito de uno de los gauchos ("¡hay que volver, no es por aquí!") hacía notar aún más lo poco que había pisado el hombre esas tierras y lo fácil que es perderse.

Algunos sectores tienen el suelo partido y en otros la superficie sólo es de polvo que se levanta pidiendo agua en cada paso del animal. El Sur soplaba fuerte, había que gritar para que escuchara el compañero de al lado. Además, por el polvo en el aire, por momentos sólo había que confiar en que el animal pudiera ver las huellas de los que iban adelante, porque no se veía a más de 2 metros. Por si fuera poco, la tierra hacía barro en las lagañas y en la comisura de los labios. Y muchos usaban sus mangas de filtro para poder respirar.

Además, los algarrobos, los chañares y el resto de la vegetación, toda espinosa, recibían a los visitantes dejando sus rasguños en toda piel que quedó expuesta y en algunas ropas. Cada gaucho se protegía la cara de los azotes de las ramas con el cabo del talero, un palo que sostiene un largo pedazo de cuero para golpear al animal para que vaya más rápido. Otros usaban sólo sus manos.

Después de 3 horas y 20 minutos arriba del caballo, los hombres llegaron a un puesto de descanso. Allí comieron y bebieron tanto ellos como los animales y a la hora y media partieron nuevamente.

El camino no fue plano como antes. Los médanos no sa acababan. Bajaban uno para comenzar a subir el siguiente. Esa arena no se levantaba tanto con el viento. Pero las espinas eran iguales en todo el camino. Uno de los gauchos dijo oler humo, señal de que ya estaban muy cerca. Y así era. Después de un alto médano, se apreciaba los corrales, los animales, la aguada y algunos gauchos haciendo brasas. Era la primera de las recompensas de la Martina.