Si estuviera en alquiler, debería promocionarse como edificación de gran altura, con balcón muy amplio hecho en roca natural, ventilación óptima y vista panorámica del Valle del Tulum. Clientes, sobrarían. Pero no se alquila, ni se vende, está allí, al alcance de todos. De todos modos ese alcance, aunque gratuito, no deja de ser un verdadero privilegio, o una recompensa: hay que llegar a la cumbre del Tres Marías y ubicarse en esa breve planicie para experimentar, con la vista y con todo el cuerpo, la sensación de estar viendo cuatro departamentos a la vez.

Desde arriba del cerro siempre va a faltar ojos. La primera panorámica de privilegio es hacia el oeste. El lago del Dique de Ullum se ve como un charco enorme, de a ratos verde, de a ratos turquesa. Apenas se distingue algunos puntos blancos esparcidos: son las embarcaciones de quienes aprovechan el verano para navegar. El contorno, de un verde mucho más oscuro, deja adivinar la parquización de los clubes del perilago. Y lo más impresionante es la franja de tierra con la cuadrícula diminuta de construcciones, a ambos costados de esa laguna: a la izquierda, la Villa Basilio Nievas, cabecera de Zonda; a la derecha, la Villa Ibáñez, de Ullum. Las dos están dispuestas de forma casi simétrica, hasta sus tonos son prácticamente idénticos. Es como si el lago fuera un espejo que reflejara las dos caras de un mismo poblado.

Al norte, todo cambia. El verde azulado se convierte repentinamente en una sucesión de marrones y grises. Y aunque es una zona de cerros, su altura es tan baja que logra verse como una alfombra gigantesca llena de tierra, con apenas algunas curvas tenues suavizando el horizonte.

Algo similar sucede con la mirada hacia el sur, pero sólo cromáticamente, ya que desde arriba ese sector de Zonda parece la superficie de una torta con merengue quemado: puros picos, puras salientes y hendiduras, uniformidad cero en el terreno.

El espectáculo vuelve a quitar el aliento en la vista al este. El río San Juan se va angostando hasta convertirse en un hilo que pierde la punta. El marrón se convierte ahí nomás en verde, cortado sólo por ráfagas de grises, que son los edificios y barrios de Chimbas y Rivadavia. Y bien al fondo, apenas visible entre el polvo del cielo, asoma su aleta enhiesta, como un tiburón dormido, el cerro Pie de Palo.