Llegar a cualquiera de los tres picos máximos del Tres Marías, un cerro que roza los 1.800 metros de altura, implicaba un ritual ineludible para cualquier católico: arrodillarse ante alguna de las tres cruces, rezar, persignarse, intercambiar besos y saludar a los otros con la fórmula "felices cumbres". Pero ya no. Las cruces, bien fijadas al suelo de roca y una incluso con un porte de 3 metros, desaparecieron. A los andinistas que llegan y descubren este acto de vandalismo se les ponen los pelos de punta. Sienten que no sólo los han despojado de un referente religioso importantísimo, destino de grupos de catequesis y de Acción Católica, sino también de un hito fundamental en el montañismo sanjuanino. El paisaje de los sectores donde estaban los íconos acompaña esa desolación. Y DIARIO DE CUYO llegó hasta la cumbre para mostrarlo.
Al Tres Marías, que se recorta imponente sobre la Quebrada de Zonda y desde donde se ve tanto el autódromo El Zonda-Eduardo Copello como el Dique de Ullum, se sube desde Rivadavia (cerca de la Cabeza del Indio) o desde Ullum (a la altura del paredón). A las cruces era más accesible llegar por la zona del dique, partiendo de la proveeduría que está junto al lago. Ahora, tras más de una hora de trekking por una senda tan angosta como escarpada, lo que se encuentra es desolador: donde había cruces quedan pequeños pilones de hierro. Donde había una gruta, queda una estructura destrozada. Y todos los rosarios, estampitas y demás imágenes religiosas que había allá arriba, terminaron desapareciendo en el mismo saqueo sin autores identificables.
En el pico más alto estaba la cruz mayor. Blanca, de caño, dominaba la mirada de toda la quebrada y permitía, desde su base, mirar a la misma vez buena parte del Valle del Tulum. Estaba sujeta al suelo y atada firmemente con alambres. Tenía 3 metros de alto y, aunque la mayoría de los andinistas desconoce su origen, coinciden en que llevaba más de dos décadas instalada allí. Lo único que se ve ahora en ese lugar, entre las rocas apiladas para hacer de asiento, las jarillas y los pencales que reflejan el Sol como si fueran de diamante, es un caño cortado, apenas a unos centímetros del piso.
La segunda cruz estaba un poco más abajo, a pocos metros de la gruta, que también sufrió el vandalismo. Era bastante más pequeña, al punto que los andinistas y peregrinos, aún arrodillados, la superaban en altura. Era metálica, tenía un borde de hierro con remaches y siempre tenía ceñidos, justo en el cruce de los ejes, puñados de rosarios, collares, pulseras, colitas para el pelo, argollas, llaveros, trenzas y otras ofrendas de los valientes que llegaban hasta la cumbre y agradecían así la protección divina. También era común una postal un poco menos mística y más pragmática: de ambos brazos de la cruz a veces pendían remeras, vinchas y otras prendas que los montañistas habían colgado para secar. Lo que quedó tras el ataque anónimo es el nacimiento del hierro, aún hundido en la base de hormigón armado, y totalmente retorcido, lo que indica que la cruz fue arrancada torciéndola para uno y otro lado con mucha insistencia.
Muy cerca de allí están también los vestigios de la gruta de piedra. En realidad, el mayor daño lo sufrió el techo, ya que la puerta de hierro no pudo ser removida por quienes cometieron el vandalismo. Los atacantes removieron la parte superior (que hasta hacía de pequeño refugio contra la lluvia) y sacaron de allí otros objetos con altísimo valor de culto: los rosarios, las estampas con distintas advocaciones de la Virgen, una figura de yeso de la Difunta Correa y una foto con oraciones del sacerdote fallecido Juan Fanzolato, referente de la comunidad bosconiana en San Juan.
Hacia el oeste, en una explanada natural que hay en el Tres Marías, hay un trozo de caño blanco plantado en el suelo y con la punta oxidada y doblada. Es, también, el cadáver de una cruz. Tras este otro daño, alguien fijó un fierro a esa base y a esa garrocha le ataron trapos que flamean con el viento fresco de la altura aún en plena siesta de enero. Es, evidentemente, otro punto de ritualización. A pocos metros hay bancos armados con piedras grandes y refugios para fogatas, hechos con rocas apiladas. Allí también hay un cementerio de botellas plásticas a medio llenar con agua. Y en este lugar, desde donde el dique partidor San Emiliano parece tan sólo una rama gris tirada sobre el río, se respira un aire de solemnidad, de espiritualidad y naturaleza, que no hace más que remarcar la gravedad del daño que provocaron los saqueos.