Sobre calle 9 de Julio, una de las que rodean a la plaza Hipólito Yrigoyen, en Trinidad, hace 23 días que está instalada la casilla rodante de los Gómez, una familia albardonera formada por un matrimonio y su única hija.

Allí viven Edith y su hija de 20 años, desde que el jefe de la familia, Jacinto, de 57 años, pelea por su vida en el Sanatorio Almirante Brown, a una escasa cuadra de distancia. La semana pasada lo operaron del corazón, pero aunque la intervención salió bien, un cuadro febril complicó su estado, justo cuando había conseguido salir de Terapia Intensiva.

Es mediodía y Edith apura la ensalada que está preparando para almorzar, porque quiere volver cuanto antes al sanatorio junto a Jacinto. “Es que mi marido no está bien y creo que lo van a pasar a Terapia Intensiva otra vez”, dice la mujer, en cuyos ojos se adivina el cansancio y la preocupación.

Aunque precaria, la casilla es el refugio que la protege del afuera y le permite estar cerca de su compañero enfermo. “Somos como una familia de caracoles: siempre vamos con la casilla a todas partes, a Mogna para las dos fiestas, a Valle Fértil; y ahora, gracias a la casilla puedo quedarme cerca de Jacinto. Parece mentira, ¿no?”, dice la mujer.

Jacinto, quien cultivó su afición por el ciclismo y que se gana la vida como técnico electromecánico, hoy lucha por recuperar su corazón para poder volver a Albardón con su mujer y su hija.

Lejos de ser unas vacaciones, Edith tuvo que instalar su casa rodante en la plaza Hipólito Yrigoyen cuando recibió la noticia de que a su marido iban a hacerle un by pass. “Lo internaron en el Hospital Rawson, pero cuando dijeron de traerlo al sanatorio, los dos pensamos en que la casilla era la mejor manera de estar cerca”, cuenta.

Traer la casa rodante no fue sencillo: Jacinto tuvo que ingeniárselas para salir del hospital sin que lo vieran, para ir hasta Albardón a buscarla. “Y aquí estamos, con la ayuda de la gente, sobre todo de los vecinos de la plaza, que no nos abandonan. Allá en Albardón dejamos todo, porque esta es mi casa ahora. Y no me pienso ir de acá hasta que no me lleve a mi marido conmigo”, dice convencida.

En la plaza, todos conocen la historia. Lejos de cuestionar la permanencia de la casa rodante, se preocupan por la seguridad de quienes la habitan. ‘La gente ha sido buena con nosotras. Nos cuidan, nos acompañan. Yo no tengo miedo de estar aquí, porque sé que puedo pedir ayuda si la necesito‘, dice la mujer.