Debo decir que me emocioné muchísimo cuando se me avisó que concelebraría con él la Santa Misa. El día del encuentro fue de sensaciones especiales y no pude contener las lágrimas. Es una experiencia sumamente fuerte. Siempre lo había visto vestido de negro en Buenos Aires, y ahora lo observaba vestido de blanco. Le besé su mano y lo abracé con afecto filial en la sacristía antes de comenzar la Misa. Es el Papa, en este caso, Jorge Bergoglio, sucesor de Pedro y guía de la Iglesia universal con la humildad y la exquisita caridad de siempre. Lo que nos dijimos mutuamente lo guardaré por siempre dentro mío, ya que fueron palabras surgidas del corazón y de gran afecto.
Creo de modo convencido que Dios le regala a su Iglesia el Papa que cada momento histórico requiere. Benedicto XVI es un ejemplo de santidad y grandeza. Haber querido renunciar, porque según él, ya no tenía las fuerzas necesarias para ejercer adecuadamente el ministerio petrino, es de una magnanimidad inconmensurable. Lo dejó de manifiesto el 28 de febrero, cuando salió al balcón del palacio de Castelgandolfo y les dijo a los fieles allí congregados: "Soy simplemente un peregrino que empieza la última etapa de su recorrido en esta tierra. Pero quisiera trabajar todavía con mi corazón, y con mi oración’. Eso es demostrar que el poder es para servir y no para aferrarse a él con el fin de dominar y avasallar. Pensar que se puede trabajar con el corazón, además de hacerlo con las manos o el cerebro, es indicar el sentido de la vida y la primacía del espíritu. Ahora Francisco cautiva al mundo con su sencillez extraordinaria y bondad sin complejos.
Es verdad. Cuando se despidió de los Cardenales, antes que se convocara al cónclave, él mismo dijo que en los ocho años de su pontificado había vivido con fe momentos bellísimos de luz radiante en el camino de la Iglesia, junto a momentos en los que alguna nube oscureció el cielo. Pero el hombre santo no busca venganza sino que demuestra siempre misericordia, que es una de las propiedades del amor, y grandeza frente a la miseria humana. Ése es, entre otros, el legado del pontífice emérito.
Si, desde su primera celebración como Sucesor de Pedro lo ha repetido de manera sistemática y convincente. Es que, a lo largo de mucho tiempo la iglesia puso el acento en un Dios juez y relegó al Dios que es amor rebosante, que no se cansa de buscar, esperar y cargar sobre sus hombros a cada uno de nosotros cuando estamos heridos, probados o desalentados. La Madre Teresa de Calcuta decía: "Si vives juzgando a los demás, no tendrá tiempo de amarlos".
En estos últimos años, un gran número de feligreses abandonó la Iglesia. Hay que admitirlo con honestidad, y en gran parte, fue culpa nuestra. El Papa Francisco con su simplicidad está catequizando, sin estrategias previas, sino como revelación de coherencia. Enseña que con los signos del poder no se evangeliza, sino con el poder de los signos auténticos. El hecho de no querer trono, ni oro, ni vivir en apartamentos amplios, sino en medio de la gente de modo austero es una lección para todos. Como lo ha dicho en varias ocasiones: la Iglesia no puede ser una ONG piadosa, y quienes formamos parte de ella no debemos ser los "aduaneros’ de la fe, especializados en poner trabas y cerrar puertas. A los cuatro días de haber sido elegido Papa, en la predicación que hizo en la Parroquia "Santa Ana", que se encuentra en el Vaticano, decía textualmente: "Creo que también nosotros somos personas que, por un lado, quieren oír a Jesús pero que, por otro, a veces nos gusta hacer daño a los otros, condenar a los demás. El mensaje de Jesús es éste: La misericordia. Para mí, lo digo con humildad, es el mensaje más fuerte del Señor, "la misericordia". El se olvida, él tiene una capacidad de olvidar, especial. Se olvida, te besa, te abraza y te dice solamente: "Tampoco yo te condeno". Estas palabras son fascinantes. En uno de nuestros primeros encuentros, cuando me acompañaba al ascensor me dijo: "No te olvides de ser siempre misericordioso en tu sacerdocio". Esas palabras no las puedo dejar de recordar a diario.
De una algarabía, gozo, y deseos de ver como sea a este hombre de Dios vestido de blanco que es Francisco. La plaza de San Pedro, sus alrededores y Roma viven el asedio de multitudes como nunca antes se vivió. Las audiencias de los miércoles y para el rezo del Angelus los domingos, son siempre más de cien mil personas. ¡Cuánto aire fresco y perfume del evangelio ha traído a la Iglesia y al mundo! Me decía un muchacho que me llevó en taxi: "Éste es un Papa. A los jóvenes nos ha mostrado la "faccia di Dio’ (la cara de Dios)". Es fuerte escuchar hablar así y muy hermoso por otra parte, porque trae optimismo sobrenatural para seguir amando y sirviendo a esta Iglesia, con sus miserias y sus grandezas.
De diversos temas. Con frecuencia yo le recordaba que el padre Juan Paradiso, que fue párroco de la Catedral de San Juan y con quien estuve como Vicario parroquial un año, siempre me hablaba de él. Habían estudiado juntos en el Colegio "Máximo" de los jesuitas, en San Miguel, provincia de Buenos Aires. Para mí hay dos sacerdotes que me enseñaron mucho desde los primeros pasos en el ejercicio del sacerdocio: uno de ellos fue "Paradiso", y el otro el padre "Paquito Martín", ejemplos de entrega y fraternidad sacerdotal. Bergoglio me contaba anécdotas del padre Juan, con una jocosidad admirable. Nunca podré olvidar que el primero que se comunicó conmigo para consolarme cuando falleció mi padre, fue el cardenal. Llamar por teléfono con frecuencia para preguntar si necesitaba algo, son detalles de una caridad que no se improvisa. Su preocupación permanente fueron los sacerdotes. Uno de mis libros, publicado en 2005 se lo dediqué a él. En el prólogo escribí que "en él, Dios ha dado a la Iglesia en Argentina, un eximio modelo de pastor, cercano a todos, pero de modo especial a quienes sufren". Al día de hoy habría que decir que este don lo ha regalado Dios al mundo en la figura y acción de Francisco.