Domingo al mediodía, almuerzo familiar. Los chicos (de 5 años el mayor, meses el bebé), abuelos maternos, y los padres de las criaturas. Ruido de platos, cubiertos, música de fondo. La vocecita del más pequeño rompe el bullicio: “Papá, ¿vos extrañás mucho a tu papá que se murió?”

No pudo seguir comiendo, con lo mucho que le gusta el asado. Jamás había hablado con su hijo de la muerte de su padre, siendo un tema que el todavía no tiene resuelto (a pesar del paso del tiempo, ya 20 años). Algunas veces quiso hacerlo pero nunca encontraba el momento adecuado. Dos cosas le pasaban: temía ponerse a llorar y no poder sostener el diálogo, mientras que su otro fantasma era el de poner triste a su hijo.

Y lo sorprendió la naturalidad con la que el niño tiró la pregunta en medio de la reunión. Su respuesta fue un “Sí, lo extraño mucho” . Y fue maravillosa la charla que tuvieron a los pocos días cuando decidió el padre darle a la pregunta el valor que tenía.

Su hijo preguntaba por el abuelo, preguntaba por las emociones del padre, y además estaba formulando una pregunta sobre el punto más álgido en la historia de la humanidad. Inquiría sobre el tema más doloroso, más difícil de digerir, sobre el que se construyen y destruyen teorías, religiones y poderes desde siempre. El pequeño preguntaba sobre la muerte. Y lo hacía con una frescura que dejo congelado a su padre.

Los niños ven la vida de manera simple. Pueden cuestionar, decir, sentir de forma espontánea. A medida que vamos creciendo nuestro mundo anímico se complejiza. Construimos muros, mecanismos de defensa, represiones, diques, vamos escondiendo sensaciones, disimulando tristezas. Los chicos ven la vida con absoluta simpleza, los grandes la hacemos gradualmente más difícil.

Este padre habló y le dijo:

“Extraño mucho a mi papá. El abuelo murió muy joven, por una enfermedad que los médicos no pudieron curar. Si no se hubiera enfermado ¿sabés todas las cosas que hubiera hecho con vos?Le habría encantado leerte cuentos a la noche para que te duermas, te hubiera jugado un montón de partidos de paleta en la playa. Cuando yo era chico jugábamos hasta que se ponía el sol cada vez que nos íbamos de vacaciones. Te habría ayudado con matemáticas en el colegio (que a mí me cuesta tanto). Él era muy ordenado, así que tendríamos guardadas todas la fotos y videos desde que naciste. Lo extraño mucho y me da bronca que se haya muerto tan joven.”

Su hijo lo abrazó y sintió un alivio enorme. Pudo presentarle al abuelo, pudo transmitir algo de su padre aunque él no esté. El abuelo ausente se hizo presente en el relato de su hijo. Los padres no queremos que nuestros hijos sufran. Queremos que sean felices, muy felices. Y la idea de la muerte es la herida más profunda en el ser humano desde que el mundo es mundo.

Las plantas mueren, las mascotas lo hacen, y los seres humanos también. ¿Cómo hablar con nuestros hijos de la finitud, desde dónde acompañarlos a que puedan gestionar la idea que que no somos inmortales?

Tengo dos grandes amores además de mis dos hijos. Gala y Uma, mis perras. Cachorra una, 3 años la otra. Sé, claro está, que los perros viven mucho menos que los humanos. Y confieso que más de una vez jugando con ellas, compartiendo momentos, me atraviesa una profunda congoja imaginando que voy a tener que despedirlas en algún momento. Y por eso las disfruto cada día, por eso juego con ellas, las cuido, las mimo, las reto también. Porque la muerte existe, disfruto de la vida, o al menos lo intento.

En una tira de Charly Brown, Carlitos le dice a Snoopy: “Algún día nos vamos a morir” y el perrito le responde: “Sí, pero no todos”. Y de eso se trata, pienso, digo, siento.

A los hijos nos toca la dura tarea de acompañar a nuestros padres en los últimos momentos de sus vidas. Ellos nos trajeron al mundo, nosotros los despedimos. En la lógica, en el deseo, cuando sean viejitos, muy viejitos. Otras veces, como el padre del relato, de manera muy temprana. Y ahí cuesta más, ahí se hace duro, muy duro.

Los hijos deberán enterrar a sus abuelos, a sus padres, a sus mayores. Los hijos preguntan, de una u otra forma. Directa, espontáneamente, sin anestesia como este pequeño o a través de sus dibujos, sueños, juegos. Debemos los padres estar atentos para dar las respuestas que ellos precisan, ni más, ni menos.

Veamos, construyamos algunas ideas para poder darle a nuestros hijos una mirada y una palabra que los acompañe en la difícil tarea de entender que la muerte existe.

Respondamos a sus preguntas

Así de sencillo, así de complejo. No somos bomberos ni obstetras, el padre del relato pudo algunas horas después sentarse con su hijo a contestarle y fue saludable para ambos poder tener esa charla.

Los adultos evaden muchas veces sin darse cuenta momentos de confrontar con las preguntas angustiosas de los hijos. Por miedo, por no saber qué decir, por lo difícil que es encontrarse con las propias emociones también... Si no sabemos qué decirle en el momento, podemos sencillamente enunciar: “Dejame que lo piense, dame un tiempo y lo hablamos ¿sí?” . Y nada de eso dañará a nuestros hijos. Sí, en cambio, podremos lesionar su capacidad de preguntar si hacemos un vacío frente a sus inquietudes.

Seamos cuidadosos con las teorías que elaboramos y les trasmitimos respecto de lo que pasa después de la muerte

Una madre me consulta por su pequeña de 4 años. Sufría trastornos del sueño, y sus padres la sorprendieron más de una vez mirando sentada en la cama por las hendijas de su ventana.

La niña, cuando le preguntaron qué miraba, respondió: “Quiero encontrar la estrella donde vive mi abuelito”.

Hace unos meses había fallecido el abuelo materno, una muerte súbita, muy dolorosa. Un abuelo muy presente, llevaba a la niña todos los días al jardín de infantes, la cuidaba por las tardes hasta que sus padres regresaban del trabajo. Fue un golpe terrible para toda la familia su desaparición. Y los padres, en medio del dolor, le dijeron a la niña que el abuelo la iba a seguir cuidando desde una estrella. Y allí estaba la pequeña tratando de identificar desde cuál de todas ellas.

Creo que tenemos que ser claros los adultos en nuestros decires, más allá de cualquier creencia filosófica, o religiosa. Explicarles que no van a volver a ver a la persona que murió.

Respecto de la pregunta que nos desvela como humanidad: “¿Dónde está ahora el abuelito?” Podrán los padres responderles desde sus creencias si quisieran, pero con una formulación que no deje dudas ni abra estas posibilidades en las cabecitas de los niños.

“Está en el cementerio” es una respuesta posible, y allí podrá ver la tumba, o la urna. Y podrán decirle, y en lo personal es una de las formas que más me convence: “Está adentro tuyo en los recuerdos y en lo que te dio y vos pudiste darle” . Y esto será cierto de alguna manera.

No es necesario tener respuesta a todo

Los padres podemos NO saber frente a las preguntas de por qué mueren los niños en algunos casos, podremos hablar de lo cruel e injusto del destino si quisiéramos.

Está dentro de lo que esperamos que los hijos tengan que pasar por la muerte de sus mayores. No está de ninguna manera la alternativa de que tengan que ser los mayores los que entierren a los más pequeños.

La explicación desde la fe religiosa podrá ser en aquellos personas que así lo sientan una alternativa (“Dios lo quiso con él…”). También podremos cuando no hay respuesta, simple y dolorosamente responder con un abrazo, un “no sé” y con nuestra tristeza que en la empatía con nuestros niños también se genera.

No escondamos nuestra tristeza

Una pequeña de 7 años me decía en sesión. “Mi mamá llora mucho estos días, está muy triste, extraña a mi abuelito. Yo le preparo tostadas con dulce y le hago mimos en el pelo que a ella le gusta mucho. Yo también lo extraño.”

Nada tiene de malo en los tiempos normales de los duelos manifestar nuestro sentir frente a nuestros hijos.

Digo, como filosofía de vida y como doctrina en lo profesional: porque la muerte existe, vivamos. Porque no somos inmortales, eduquemos a nuestros hijos para que sean adultos apasionados, hombres y mujeres que “honren la vida”. Contagiemos pasión, que la vida vivida sea de la mejor calidad que podamos construir.

Lo mejor que podemos hacer por nuestros hijos para “compensar “ de alguna forma la existencia de la muerte es mostrarles padres “militantes” de la vida y la salud.

MI hijo estaba muy angustiado a sus 8 años por mi condición de fumador. Fumaba yo en aquellos tiempos casi dos atados de cigarrillos por día. Y un día Ignacio me despertó llorando: “No quiero que te mueras de cáncer por esa porquería que fumás”.

Ahí entendí que estaba haciendo las cosas doblemente mal. Por mí (ya que me estaba dañando), y por la angustia irreparable que le generaba a mi hijo. Decidí dejar de fumar. Me costó mucho pero lo logré. Y es una de las tantas cosas que le agradezco a mi hijo, y lamento haberlo hecho pasar por ese trance.

No podemos evitarles a nuestros hijos que sufran porque la muerte existe. Pero sí podemos allanarles el camino y el sufrir respecto de ver cómo los adultos nos complicamos la vida. ¿No es poco, no?

Mostrarles que podemos decidir saludablemente, tomar caminos y decisiones que nos hagan bien, mostrarles que crecer está bueno, que ser grande no es un castigo, que el paso del tiempo puede (y debe ) sumar experiencia y no agregar pesares en cada día.

Entonces, la idea de la muerte pesará un poco menos, porque estamos haciendo del vivir un sitio lindo de habitar. Porque mañana puede ser tarde, entonces vivamos, sin dudarlo, con la menor cantidad de miedos que podamos, vivamos.

Y eduquemos hijos para la libertad, con la palabra, con la pasión y la esperanza, y así la vida tendrá otro sentido y la idea de la muerte será algo más liviana de soportar.

Ni más, ni menos. Y escuchemos qué tienen los chicos para decirnos sobre la muerte, quizás podamos los grandes aprender de ellos.

Un querido amigo me regaló este relato y lo comparto con ustedes, (abrazo Trapa):

“Quizás viste que en la biblioteca de casa tengo una foto con un grupo de amigos de toda la vida, en la foto somos cinco. Mi hija estuvo presente ese día de campo en que nos sacamos esa foto. Uno de esos amigos murió hace pocos años, ella me vió muy triste en esos días. Le cuento que el grupo vino a conocer mi nueva casa.

—¿Todos vinieron? —me preguntó. 

—Bueno, el único que no vino fue Pablito — le contesté con una sonrisa un poco triste.

—Pablito vino acá —me respondió poniendo su manito sobre mi corazón.

¡La abracé tan fuerte! Hoy, cada vez que recuerdo ésta anécdota se me llenan los ojos de lágrimas (como ahora)”

*Alejandro Schujman es psicólogo especializado en familias. Autor de Generación Ni-Ni, Es no porque yo lo digo y Herramientas para padres. El 9/6 presenta junto a Laura Escobar "Ordenando vínculos" en el Teatro Picadero.

FUENTE: CLARÍN