Por Orlando Navarro
Periodista
“A éste se le subieron los humos a la cabeza”. Dígame amigo lector si alguna vez no se le cruzó esa frase, cuando vio en algún conocido una nueva e insólita conducta, después que hubo de asumir funciones públicas. Se lo observa distante, parece mirar “por arriba del hombro” y el que antes era un hombre afable y simpático, hoy se muestra severo, con un aire de superioridad que a uno le hace pensar “¿Qué bicho le picó?”. No ocurre con todos, hay honrosas excepciones, pero es así. El poder parece cambiarlos y, para colmo de la hipocresía, vuelven a sonreír y saludar, a ser empáticos, cuando deben caminar la calle para ganarse los votos en la previa de una elección. Ésa que habrá de mandarlos otra vez al ostracismo, si pierde, o que le hará volver a gozar de aquellos privilegios, si gana.
Esta dualidad en la personalidad de estos seres sería inocua para el resto, si acaso no se complicara con acciones sospechadas de corrupción, las cuales les implican no solo un demérito como ser humano, sino que afecta el patrimonio público, desfinancia el Estado y condena a mucha gente a vivir en la pobreza y escasez de oportunidades. Con la condenable actitud de hacerles creer que se desviven por él, y que esa migaja que deposita en sus manos obedece a que se ha tomado en serio la tarea de promover la igualdad y la justicia. ¡Y hay gente que se los cree! Como está visto y sabido.
¿A qué extraño designio obedecen estas conductas de la mayoría que detentan el poder? ¿Es que realmente el poder los cambia o acaso su ejercicio, no hace otra cosa que visibilizar una estructura cultural y moral que estaba subsumida u oculta previo a ello?
Un comprovinciano, Lisandro Pietro Femenia, filósofo, pensador y ensayista, con publicaciones en diarios de Rosario, Córdoba, España y México, acude a grandes pensadores, a quienes ha preocupado esa relación que se da entre gobernantes y gobernados. Comienza afirmando que el “poder no te cambia, solo muestra quien eres”. Y agrega “el poder, en esta lectura, no es un factor de cambio sino el disolvente de los frenos sociales que ocultan una moral latente”.
Esa moral latente, la que se manifiesta de forma nítida cuando se llega a niveles de decisión sobre los demás, revelaría la distancia, a veces trágica para los destinos de una comunidad, que separa a un dirigente sin escrúpulos, ambicioso y ruin, del otro, sabio, honrado y transparente. Prieto cita a Aristóteles en su “Ética a Nicómaco”, cuando ofrece una interpretación sobre cómo se enlaza el poder, con la ética del hábito. “La virtud moral es un hábito efectivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello que decidiría el hombre prudente. Así que, en el ejercicio del dominio, propicia la justicia y la templanza. Es la virtud cultivada la que se manifiesta”. Razón, prudencia, justicia, templanza, serían entonces vehículos que llevarían a un gobernante a perseguir lo que todos queremos: el bien común.
Si, por el contrario, dice, “se exacerba la crueldad, es la latencia del vicio la que se actualiza. El poder solo proporciona la amplitud de la acción, y en este caso de los mediocres, el juicio y el hábito ya estaban fraguados de antemano”. Está claro que lo que divide a los virtuosos de los réprobos, es la condición moral, que como se concluye se expande sobre los demás de una manera decisiva cuando acceden a lugares que tienen que ver con los asuntos públicos.
Y es que ya no sorprende a nadie que varios de los que aspiran a ocupar un lugar en alguno de los poderes del Estado, tienen como objetivo poner en máximo funcionamiento la mala entraña que incubaron hasta entonces, y que los lleva a aprovecharse de su nueva situación para “cambiar de vida”. O sea, a enriquecerse. Facilitan su tarea la laxitud de los organismos de control, que están previstos para neutralizar el atropello, y que a pesar de contar con todas las herramientas de sanción a mano, tardan en reaccionar, son “mansos y humildes de corazón” con ellos, y crean en la sociedad una sensación de desamparo y desconfianza que hace peligrar, al fin, el Estado de Derecho. El ciudadano común sospecha entonces que son verdaderos cómplices del obrar artero de ese mal funcionario, y la estadística de los casos de corrupción que llegaron a condena efectiva, observa, hasta ahora, un magro 2% sobre el total, según reportes oficiales.
La malograda sanción de la Ley de Ficha Limpia, cayó como un balde de agua fría sobre el común de los ciudadanos, pues dejó en blanco sobre negro que no hay disposición para dignificar el ámbito donde se decide gran parte de sus asuntos cotidianos.
Volviendo a Prieto, cita al investigador Dacher Keltner, quien ha descrito la “paradoja del poder” como el teatro donde los individuos en posiciones de dominio experimentan una notable reducción de su empatía situacional y una mayor sensación de desinhibición. Que se emparenta con la célebre frase de Lord Acton “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
¿Estamos condenados para siempre en observar espectáculos carnavalescos, como la última jura de diputados nacionales, donde se manifestaron como verdaderos barras bravas sin importarles la trascendencia de esa inconducta ante la opinión pública? ¿O contemplar el desfile de seres cuya opacidad en el obrar, los convierte de pronto en multimillonarios, se mofan de todos, seguros de que “no va a pasar nada”? Apoyados en las dádivas que repartieron aquí y allá a las personas indicadas, las que pagarán con su silencio los favores recibidos, bajo la amenaza que si rompen esa “omerta”, pesará sobre ellos duras sanciones, que abarca también sus familias.
En el fondo de estas cuestiones, o en la cima de ellas, subyace la educación como único resorte capaz de producir ciudadanos honestos, apoyados en el concepto tradicional de familia, donde los límites y el respeto a los demás, sean inculcados desde la niñez. O sea, los hábitos virtuosos de que hablaba Aristóteles, hace ya un puñado de siglos.
Así, la Argentina será grande de una buena vez. O no será nada.

