“Rentistas del holocausto” llamó José Saramago a dirigentes israelíes que banalizaban en antisemitismo para censurar denuncias y críticas hacia sus acciones. Probablemente, si hoy viviera, el autor del Ensayo sobre la ceguera llamaría a Netanyahu y sus ministros “rentistas” del sanguinario pogromo perpetrado por Hamas aquel siete de octubre negro.

El odio a los judíos mostró con una masacre en Australia su instinto criminal y, como consecuencia inesperada, quedó expuesta la irresponsabilidad de líderes israelíes que banalizan el antisemitismo usándolo para justificar todo lo que hagan.

El blanco del atentado fueron los miles de miembros de la comunidad judía australiana que celebraban Janucá, la festividad que conmemora la purificación del segundo templo de Jerusalén y la victoria de los macabeos sobre los seléucidas. El ataque causó una masacre que evidenció la cobardía y crueldad que fermenta en esa forma lunática de racismo que es el odio a los judíos.

La celebración atacada en una playa de Sidney tiene la connotación histórica que implica la victoria de combatientes judíos contra el imperio helénico que sometía a Judea, y la connotación religiosa que da el relato de que, tras vencer a la potencia griega, un líder macabeo encendió en el templo un candelabro de ocho brazos con aceite para arder durante un día y que, sin embargo, ardió durante ocho días, o sea tantas jornadas como brazos tiene el candelabro hebreo.

En Australia hace décadas se perciben síntomas de antisemitismo y la masacre del Bondi Beach parece la señal más brutal de esa patología social y cultural. El Estado australiano no ha encarado la cuestión antisemita como debió encararla ni avanzó sobre un necesario control del acceso a las armas. Pero eso no alcanza para sostener la acusación que el gobierno de Israel planteó apenas horas después de producido el atentado.

Obviando la complejidad de la trama aún oculta de la masacre, antes de que los cuerpos acribillados se hubieran enfriado el primer ministro Benjamín Netanyahu y su ministro de Seguridad, Itamar Ben Gvir, responsabilizaron al gobierno australiano, afirmando que fue la decisión de reconocer al Estado palestino que tomó el primer ministro Anthony Albanese, con el respaldo del parlamento, lo que actuó como una luz verde para los ataques contra blancos judíos.

Una afirmación que no tiene lógica. Las estadísticas muestran que el antisemitismo, perversión que lleva tiempo incubándose en ciertos pliegues oscuros de la sociedad australiana, triplicó las agresiones, actos vandálicos y demás formas de violencia anti-judía durante los dos años que duró la guerra en la Franja de Gaza.

Resulta obvio que la masacre desatada por dos lobos solitarios del terrorismo ultra-islámico, como los tantos que provocaron masacres en Europa, Estados Unidos y otros rincones del mundo en las últimas décadas, sin tener como blanco específico a los judíos sino a las sociedades y culturas donde fueron perpetradas, no tienen que ver con el reconocimiento del Estado palestino.

Precisamente, la otra estadística que desmiente la acusación contra el gobierno australiano es la de los países que han reconocido al Estado palestino. Más del 80 por ciento de los países del mundo han reconocido a ese Estado que aún no exista, y lo hicieron como protesta contra la guerra de tierra arrasada que planteó Netanyahu en Gaza.

Los últimos fueron Gran Bretaña, Canadá, Francia, México y Australia, país que dio ese paso hace menos de tres meses. Y a esa altura, ya se había multiplicado por tres la violencia antisemita en su territorio.

Las estadísticas muestran que, tanto el crecimiento exponencial de la violencia antisemita en Australia como la ola internacional de reconocimientos al Estado palestino, fueron causados por los niveles de destrucción y de muertes civiles, que incluyen decenas de miles de niños, ocurridos durante la guerra en Gaza.

Netanyahu y Ben Gvir acusan al gobierno australiano de sucesos que podrían relacionarse, aunque no justificarse, con el accionar que ambos impulsan en los territorios palestinos.

También podría adjudicárseles la banalización el antisemitismo, esa abyección que el actual gobierno de Israel y algunas organizaciones judías que actúan como sus lobbies en el mundo, convirtieron en arma para atacar a quienes cuestionan el intento de sepultar la Solución de los Dos Estados.

Banalizar el antisemitismo usándolo para silenciar denuncias y cuestionamientos, es quizá el peor crimen contra el judaísmo que puede cometer un judío.

El antisemitismo es una abyección con raíces en pueblos paganos del imperio romano y reinos politeístas del Oriente Medio y Asia Central que odiaban a los israelitas por temor y desprecio al monoteísmo que profesaban.

El cristianismo católico lo recicló en la Europa medieval a través de la demonización de los judíos como “deicidas”, asesinos de Dios.

El último reciclado de ese instinto repugnante ocurrió también en Europa, cuando en la segunda mitad del siglo 19 Wilhelm Marr, un ultranacionalista alemán que practicaba el “etenismo”, un neopaganismo con raíces en el Norsk Sed (tradición nórdica) y otras creencias de antiguos pueblos germánicos, consideró al judaísmo como una “raza”, generando un demencial “antisemitismo” racial que medio siglo más tarde el nazismo llevó hasta la industrialización del asesinato en los campos de exterminio.

Ese mal aún sigue en pié, y está haciendo crecer otra abyección: la banalización del antisemitismo que hacen los líderes demagogos y extremistas que hoy gobiernan Israel y las organizaciones que también lo usan como instrumentos de censura contra toda crítica en el mundo.