Cuando pienso en Francisco, me queda la cuenta pendiente de no haberlo conocido, pero también la gratitud de que sí conocí a Cristo a través de él y de cuántos más también.

Francisco me regaló la apertura: darme cuenta de que el fanatismo es tristísimo.

En un país como el nuestro, expertos en divisiones, eso se siente todos los días. Y, sin embargo, Dios nos invita a otra cosa. Nos invita a ser cristianos de verdad, no fanáticos, no extremistas, no jueces del otro.

Dios no invitó a Francisco a ser ministro de Economía, ni gerente de una financiera. Lo llamó a ser el líder de la Iglesia, el hogar de todos los olvidados por ese sistema.

Por eso hoy los invito a tirar abajo cualquier muro que le hayan levantado al Papa en el corazón.

¡No se lo pierdan mientras estén vivos! Él puede haber partido, pero nosotros estamos vivos, y somos el ahora de Dios. Y Dios no está muerto, no quedó en el Antiguo Testamento, ni está esperando venir recién con los jinetes del Apocalipsis. ¡Dios está vivo hoy, ahora! Y más vivo que nunca, al menos para mí.

Francisco fue Jesús para nosotros. Ese Jesús sencillo que hablaba en parábolas para que todos pudieran entender.

Así también fue Francisco: un maestro de la sencillez, de la claridad, de la ternura.

Él se animó a abrazar una de las verdades más difíciles, la del joven rico -“vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y ven, sígueme+-, esa verdad que nos incomoda, que no nos bancamos. Así como tampoco nos bancamos la gratuidad del amor de Dios que, como repetía Francisco, es para todos, todos, todos.

Él fue, sin duda, un enamorado de la humanidad. Se dejó llevar por el Espíritu Santo adonde pocos se animan a ir: a la periferia, al dolor, al encuentro con el otro.

Así como nosotros vivimos la fiesta del encuentro en Emaús, cuando nos abrazamos, nos vemos todos de todas las comunidades, y sentimos esa unidad que nos da tanta felicidad… Eso soñaba Francisco para toda la humanidad.

Eso nos regaló en su encíclica Fratelli Tutti: vernos y amarnos como hermanos, más allá de todo.

No solo entre emausianos, sino en cada uno de los que te vas cruzando: recordar que somos todos hijos de un mismo Padre.

Que vamos juntos y que ninguno se salva solo, estamos todos en la misma barca.

Francisco se metió, se involucró, se hizo uno de nosotros. Porque había que hacer carne el Evangelio.

Y que, por más teóricos que nos pusiéramos, hasta no abrazar la cruz, hasta no hacer experiencia del dolor, nunca íbamos a poder ser salvados.

Jesús, siendo Dios, se arrodilló a lavarnos los pies. Y Francisco, lo entendió perfecto. “Quien quiera ser el primero, que se haga el último.” Nunca se la creyó.

(¡Y eso que nosotros nos la creemos por cada pavada, que porque voy a misa, que soy lindo, que soy alto o hasta por comprarme un celular caro o estrenar unas zapatillas nuevas ya me creo mil.+)

Francisco siendo Papa, le lavó y besó los pies a todos. En busca de la paz, de la unidad y la fraternidad de los pueblos. Pidiendo perdón hasta de cosas que no cometió, en nombre de todos nosotros (¿te suena?), enseñándonos así que, cuando no es culpa de nadie, es culpa de todos.

Si este no era el ejemplo de Cristo vivo… ¡qué difícil que la va a tener el próximo Papa!

Ah, y no quiero que olvidemos un detalle: era argentino.