Limpia. Elegante. Con olor a pólvora, sabor a paella, pasión por las luces y las artes y una encendida devoción por la Virgen de los Desamparados, la patrona de la ciudad. Así se podría describir en pocas palabras a la ciudad de Valencia, la región autónoma que tiene en el Centro Valenciano de San Juan a la mayor comunidad de valencianos fuera de España.
Las veredas con mármol de vetas color rosa y blanco son la primera bienvenida que la ciudad de Valencia da a sus visitantes. Incluso, huelen bien. Y no es casual: además de hacer una limpieza permanente, por las noches las lavaban y les rocían desinfectante perfumado.
Ese mármol en las veredas de las calles principales de la ciudad enaltece aún más el cuidado de los edificios, cuyos frentes son rigurosamente protegidos y regulados por las autoridades, a tal punto que las publicidades son reducidas para no opacar la antigua arquitectura. Y las tonalidades pasteles de sus pinturas hacen que no haya una estructura que se destaque por sobre el resto.
En ese marco, los ninots -muñecos gigantes- son estratégicamente ubicados en distintos puntos de la ciudad, lo cual le da identidad propia a cada barrio. Cada uno es un mundo aparte: las calles que conducen hacia ellos son iluminadas varias cuadras alrededor, con distintas formas y colores. Y cerca de cada escultura hay un casal, una carpa gigante en la que se reúnen los integrantes de cada falla, tanto para trabajar como para comer, bailar y beber cada noche.
Allí se puede ver desde niños vestidos de falleros, jóvenes tocando algún instrumento tradicional en las bandas de música, hasta los artistas terminando de plantar a los ninots -hechos de un material similar al telgopor, con estructuras de madera-, subidos a grandes grúas para dar con sus pinceles el último detalle de vida a cada escultura.
Valencia se enciende a mediados de marzo y se apaga cada 19, para el día de San José -patrón de los carpinteros, quienes empezaron la tradición de los ninots hace siglos en Valencia, haciendo esculturas con las maderas que sobraban en sus talleres y quemándolas los 19 de marzo-.
Hay un solo momento durante las 24 horas del día en que toda esa actividad alrededor de los casales, como la vida diaria en la ciudad, se detiene: a las 14 en punto. Es la hora de la mascletá, un show de bombas de estruendo que se monta en el lugar más importante de la ciudad: la plaza del Ajuntamiento, la cual queda cercada por un tejido de alambres y en su interior se hace un tejido de cuerdas repletas de explosivos colgando. Hay un parámetro: hasta 120 kilos de pólvora, que estallan entre los 5 y los 10 minutos. Cada día, una empresa distinta hace el show. Al final la gente vota la que más le gustó, de acuerdo a las emociones que le haya despertado la secuencia y la forma en que se usó la intensidad de los explosivos.
Ese es el instante en que el olor a pólvora impregna a la ciudad, más allá de que niños y adultos tiran petardos, sin cesar, día y noche.
Tras la emoción que arranca la mascletá, se copan los bares, comedores y restaurantes. Y los platos de las tradicionales paellas valencianas desfilan por las mesas, inundando de arroz amarillo a los comensales.
Además de su intensa vida en el microcentro, la ciudad de Valencia también permite llegar a lo más profundo de las raíces españolas con una imponente cancha de toros con capacidad para 12.500 personas sentadas; la ciudad de las artes, montada sobre al antiguo cause del río Turia y la Albufera, una zona de lagunas declarada como recurso natural, donde se puede pasear en botes y observar las tradicionales barracas valencianas y ver cómo la mano del hombre hizo de la caña y el barro un lugar para vivir.
