El papel de la educación en un sistema democrático es fundamental, porque su perdurabilidad está condicionada por la capacidad de raciocinio de las personas en función del bien común.
Esa educación les brinda la capacitación necesaria para el ejercicio de sus derechos, el conocimiento de sus límites, el principio de autoridad y el cumplimiento de los deberes que impone una convivencia social armónica y justa. Fomenta el desarrollo espiritual del individuo para que sea artífice y beneficiario del progreso intelectual. Sin embargo, nuestro sistema educacional está en crisis en todos sus niveles y desde hace varias décadas.
Muchos no comprenden que la educación para la libertad no es sinónimo de caos, anarquía y facilismo, sino que exalta axiológicamente la inteligencia, la responsabilidad, la excelencia y el esfuerzo. El respeto y la solidaridad que permiten al educando comprender que, sin ella, la libertad degenera en el libertinaje. Uno de los pilares de la educación pública es la enseñanza total o parcialmente gratuita para los educandos. No lo es para la sociedad que pretende capacitarlos como seres libres y responsables que perfeccionarán a las futuras generaciones con un legado cultural.
La sociedad aspira a que los educandos estudien, a que se les enseñe a convivir en libertad y a que respeten y reconozcan su sacrificio en una auténtica solidaridad social para el progreso cultural. Domingo F. Sarmiento, precisaba que la instrucción, en todos sus niveles, determina el grado de instrucción que tiene un pueblo culto para desempeñar debidamente las múltiples funciones de la vida civilizada. El mismo Joaquín V. González, señalaba que la educación y el desarrollo de las facultades intelectuales elevan el espíritu de la sociedad, consolidan su organización política, desechando la fuerza bruta y las conductas irracionales que fomentan los despotismos.
Se acerca el fin de un ciclo lectivo, y resulta desagradable comprobar que en muchas escuelas sus edificios son dañados seriamente por ciertos festejos exacerbados. La tolerancia frente al ímpetu, la bulla y la sana rebeldía de la juventud no es incompatible con el orden y la disciplina razonables, porque estas últimas, lejos de tener carácter autoritario, configuran los contenidos básicos de la responsabilidad, sin la cual no puede existir una educación para la libertad.
Y sin una política educacional para la libertad queda desvirtuada la capacitación intelectual y ética de la juventud para ejercer sus derechos y cumplir sus deberes en una convivencia democrática.
