"Recurrentemente me da vueltas por la cabeza la pregunta sobre cómo hacía mi abuelo para dar de comer todos los días a 16 personas. Se sentaban a la mesa 12 hijos, 2 nietos -entre los que estaba yo- y 2 chicos más".


Eso me contaba hace unos días Enrique por teléfono, a la par que me recordaba su residencia, hace muchos años, en cercanías de mi casa en la ex calle Victoria.


Dulces épocas aquellas, un pasado de confraternidad, de amor y de encanto que hacía casi normal cobijar a tantos en un hogar, sin ser un potentado.


Mi abuelo materno, un humilde ferroviario que en sus comienzos a los 14 años atendía la caldera de la máquina que iba a Cañada Honda y otros pueblos del sur precordillerano, sentaba a la mesa con mi abuela a 6 hijos.


Otro tanto mis abuelos paternos, en su Carpintería de leyenda, donde el sol del verano levantaba a los muchachos a las 6 de la mañana a construir un futuro de sembradíos y esperanzas con el brazo hacedor del arado y la semilla magnánima.


Aquellas mesas forjaron las familias e instauraron la épica de la solidaridad y el sacrificio. Lejos estamos de un tiempo que fue mejor desde lo íntimo y lo más entrañable: el cultivo de los sentimientos fraternales.


Veo desde la dificultad de la distancia, aunque también desde la nobleza de lo que se me ha inculcado, que aquellas mesas eran enormes barcas donde se depositaba cotidianamente, como peces colectados por las redes del amor más puro, lo mucho o poco que se tenía para ser felices con humildes pretensiones. Generalmente, inmigrantes derramados por el horror de la guerra vinieron a ayudarnos a diseñar este país.


La felicidad no es una aventura perfecta; es un cuento que se relata y paladea todos los días, aunque muchas veces haya poco por contar o en algún momento tengamos encima alguna pena. A veces, se contenta con simples minutos de dicha, por los cuales el alma respira en paz. Como la vida es un calidoscopio de diferentes colores y sensaciones, he aprendido a recostarme en los mejores momentos para ser feliz. Las enormes y generosas mesas donde se compartía (y en muchos casos hoy se comparte) lo que se tiene o se disimula con dignidad lo que se carece, siguen siendo barcazas de sol y sueños para repartir el pan y el vino. Hacia aquel pasado fragante es útil o imprescindible ir de cuando en cuando. No sólo en aquellas esporádicas aventuras misteriosas de los sueños, sino desde la fortaleza de los buenos recuerdos. Gracias, Enrique, por la evocación que tuviste la amabilidad de arrimar a mi corazón. 


 

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete