La Argentina sigue siendo un desvelante desafío. Paradojalmente, nos quita el sueño, pero es nuestro sueño. Y nuestro reto. Un país con las potencialidades como el nuestro no es una empresa para abdicarla así nomás. Aunque ya acarrea años de desencuentros crispantes, la Argentina va todavía.

El gravamen que soportamos colectivamente no es ideológico o doctrinario. Quizás el mejor ejemplo puede ser la idea-ideal de justicia social. No existe un sólo argentino, ni ebrio ni dormido inclusive, que rechace esa meta. Nadie discute que necesitamos erradicar la pobreza, más educación, salud, seguridad, inversiones en infraestructura vial, hídrica, energética y todas las restantes. Tampoco se rebate que reclamamos más institucionalidad, política más servicial y calificada, federalismo restaurado y un Estado regulador inteligente que se meta hasta el sutil límite de la ayuda, pero se abstenga de intervenir para segar, interferir o desestimular sanas y libres iniciativas de los habitantes.

Es posible que internándonos en otros planos puedan emerger controversias que rocen lo ideológico. Por caso, si el gran inversor debe ser el Estado o los capitales privados, si los servicios públicos y los recursos naturales deben ser gerenciados por la mano estatal o por la iniciativa particular. También puede resultar opinable si debemos incrementar la productividad y alentar la competencia. Otro aspecto es el de la innovación y el conocimiento.

Algo parece cierto e irrebatible: nos empeñamos en los zigzagueos, vaivenes, marchas y contramarchas. Somos campeones en los parches y el cortoplacismo. En dar rodeos, en dilatar las grandes decisiones. Somos postergacionistas. Además, nos place refundar cada tanto al país. Y dejarles presentes griegos a la posteridad. Somos hipócritas cuando hablamos del futuro y de nuestras esperanzas depositadas en los jóvenes. Renegamos de la misma idea de tener una estrategia nacional o un proyecto compartido. No somos capaces de siquiera intentar legar un país mejor del que recibimos. Al futuro le reservamos la intemperie.

Además -y principalmente- nos empecinamos en apartar al nacionalismo al que imaginamos como la peor trasnoche. Lo asociamos al aislamiento y al atraso casi aldeano o tribal. Sin embargo, todos los pueblos que disfrutan del éxito, desde China hasta Brasil, se caracterizan por su nacionalismo. Lo cual no les inhabilita, sino todo lo contrario, para una creciente interdependencia, conocida como globalización.

Por otro lado, decimos de nuestro deseo de salir adelante, pero sistemáticamente debilitamos a nuestro país. Vulneramos la identidad nacional. O, para decirlo con menos énfasis, cultural. Vemos todo sombrío. Nos prodigamos epítetos cada vez más subidos cual si fueran los cuchillazos o, peor, las balas, que preparamos para lo único en que somos adherentes permanentes: pelear entre nosotros.

Tenemos récords en gasto social, educativo, de salud -incluyendo la pública, la privada y la sindical-, en justicia y en casi todos los sectores, menos en cultura y en conocimiento innovador. Empero, la realidad es que declinan, uno a uno, esos vitales sectores. El común denominador es el deterioro. Cada vez más pobres, decadentes escuelas y hospitales y una morosidad judicial que suscita pasmo. Y, lo más grave, ha descendido al quinto subsuelo la cultura del trabajo.

El antimodelo podría hallarse en la enseñanza secundaria, plagada de arcaísmos, inútil, rutinaria, aburrida. ¡Qué gigantesca transformación requiere!

Claro que los 40 millones de argentinos no se van a enamorar por la meta de más productividad o competitividad. Por eso, ambos objetivos y todos los demás que reclama la hora deben enmarcarse en el trascendental fin de devolver historia y papel gravitante a nuestro país.

Para que la Argentina retorne al rol monitor es condición sine qua non que combata a la pobreza, eduque, sane, fortalezca la idea de ciudadanía, cumpla con la Constitución y las leyes, brinde seguridad a sus habitantes, federalice, aliente inversiones, dé certidumbre jurídica, construya caminos, ferrocarriles, canales, usinas, viviendas sociales. Y por sobre todo, que sus dirigentes sean paradigmas de patriotismo básico -no digo más que ese- y de honestidad elemental, también así de modesto es el anhelo.

Del encierro se puede salir con sentido práctico de la vida, sustentado por sólidos valores. Quienes poseen fuertemente éstos pueden tener la licencia del pragmatismo, no sé si hasta el alcance que le diera Lula con eso de "en Brasil hasta Cristo llamaría a Judas para hacer una alianza". Porque algo parece incuestionable: no podemos persistir en dar batallas y más batallas y siempre terminar perdiéndolas. Un poco de versatilidad no vendría mal.

Un Estado que sepa vigilar y hasta apretar las clavijas, pero que sea estimulante de la iniciativa y del funcionamiento del mercado. ¿Será tan difícil ubicar el punto de equilibrio ? ¿Habrá que llamar a los chinos para que nos aleccionen? Me niego a que en el seno de este pueblo no dispongamos del reservorio para lograrlo.