Ahora comprendo eso de vivir en situación de calle, como se dice actualmente. Es muy duro para un perro que, además, no tiene familia perruna ni humana.


No puedo sacarme de la cabeza aquella mañana fría de domingo cuando el hombre que me crió unos días me llevó con mis hermanitos al Parque y ahí nos dejó mientras aceleraba su auto para que no pudiéramos seguirlo. ¿Cómo lo íbamos a seguir, si éramos perritos de menos de un mes de vida? Pero hicimos el intento y nos dimos cuenta que era imposible. Luego, se llevaron a mis tres hermanitos y a mí me dejaron y no los vi nunca más.

"...nos quedamos los cuatro paralizados mirando cómo el hombre
se alejaba y nos abandonaba...".

Y acá estoy desde entonces, vagabundeando por la gris ciudad; a veces comiendo lo que vecinos caritativos nos dejan, otras disputando con otros competidores ese alimento y la mayoría de las veces comiendo cualquier cosa o no comiendo durante días.


Una señora muy humilde que cuida de un viejito enfermo me ha regalado un abrigo tejido por sus propias manos. Con él paso el invierno, aunque muchas veces tiritando en las acequias o enroscado junto al tronco de un viejo plátano que poco a poco se va secando. Hasta que sale el sol y sus brazos hermosos me arrebatan el frío.


Nadie imagina lo que caminamos los perros vagabundos. Buscando comida, a veces sin ton ni son y muchas veces buscando un amigo que nos brinde un cachito de amor. Da envidia ver esos perros que salen a pasear con sus amos-familiares, con collares, el pelo reluciente y esa bella cara de felicidad. O aquellos que ladran detrás de una verja donde son, más que guardianes, perros agradecidos de que los quieran y cobijen.


Pasan los años y la calle va diseñando por mi rostro cicatrices que hablan de mis crónicas oscuras, esa dura lucha por sobrevivir en la soledad. Son inconfundibles los animales callejeros: el rigor de la calle se les cae por los cuatro costados. 


Ayer llegué hasta el parque. No sé por qué lo hice; quizá esas decisiones del que está solo y no sabe donde poner sus horas; quizá fui a buscar alguien que me adoptara como a mis hermanitos, aunque uno sabe que nadie adopta viejos. Y vi un perro muy parecido a mí, que su amo-hermano-padre llevaba primorosamente con una correa de cuero. El animal me miró detenidamente. Creí que me iba a atacar, pero su mirada se fue endulzando y de su boca dejó caer como un gemido que más se pareció a un saludo amistoso. El hombre tiró de la correa para llevárselo, pero él no se movió. Me acerqué receloso. Entonces me lamió el hocico y creo que lloró.