Cuando se desvirtúa la educación en valores, los hogares han dejado de ser vínculo de unión y unidad, y hasta la misma libertad de expresión se halla amenazada, resulta muy complicado armonizar esta diversidad y, aún más espinoso, avivar sociedades incluyentes. Esto deberíamos tenerlo más en cuenta, pues la gente necesita sentirse hermanada solidariamente, comprendida; y, sobre todo, más respetada.
Las tensiones inducidas por un sistema de producción irrespetuoso con todo, hasta con la propia naturaleza, y una cultura individualista del disfrute y el derroche, generan dentro de la misma sociedad un espíritu agresivo de intransigencia, como jamás hemos tenido en nuestra historia humana. Sin duda, somos una generación que no se halla, que vive en el tormento permanente, incapaz de hacer valer una locución más del corazón que de las máquinas.
De hecho, cada día más mortales deciden vivir solos, sin entenderse ellos mismos, ni comprometerse con nadie, a su aire, con el regocijo absurdo de sentirse autosuficiente. En el fondo, al presente es fácil confundirlo todo. Nos hemos dejado adoctrinar por la falsedad, con la idea de que cada cual viva como le venga en gana, como si no hubiera moral alguna, principios que nos orienten o deberes que hemos de cumplir.
Bajo este permisivo contexto, donde todo ha de permitirse, el amor también es otra mentira más, y el ideal matrimonial, termina siendo un objeto del pasado, arcaico, donde nadie se compromete con nadie, y cada cual mira por sus egoísmos particulares.
Difícilmente así, desmembrados de toda familia, vamos a crecer interiormente y poder avanzar hacia sociedades verdaderamente apiñadas en un desarrollo más humanitario. Ojalá revisásemos nuestros proyectos en común, fuésemos más conciliadores, y también más genuinos.
Está visto que, cuando nos desconectamos del amor, todo se desmorona y se torna insostenible. Nos hemos dejado robar nuestros propios sentimientos. Atrapados por las tecnologías, somos una máquina de pensar alocado, que se deja imbuir por las modas y convencer por cualquier juego de tronos.
Aún así, nos alegra, que la observancia del Día Internacional de las Familias de este año (15 de mayo), se centre en ellas y en sus políticas, en la promoción de la educación y el bienestar de sus miembros en general. Pero, ciertamente, más allá del gozo es arduo esperanzarse. Somos una generación endiosada en un conocimiento tan inhumano como mezquino, incapaces de vernos en los demás, e igualmente, irresponsables a más no poder.
Cada cual vive para sí, usa y tira, se aprovecha y oprime, gasta y consume, acorde con sus deseos, sin establecer límite alguno. Imagino, por consiguiente, que necesitamos reencontrarnos, sentirnos más parte de un todo, ser más generosos ante una atmósfera de poder excluyente, que esclaviza sin compasión alguna.
Con demasiada frecuencia, tener un empleo no garantiza la posibilidad de escapar de la pobreza. ¿Dónde está el derecho de todos a compartir el progreso?. Mientras unos privilegiados lo tienen todo, para derrocharlo en su exclusivo divertimento, otros no tienen nada y no pueden ni quejarse, permanecen sin voz, en la marginalidad más deprimente. Es fundamental, por ello, valorar el rol de la dependencia de unos y de otros, y de la escuela como ámbito esencial de conciencia crítica, para poder avivar otros estilos de vida más justos y solidarios.