Siempre se ha dicho que hay que mantener viva la conciencia. Quizás sea el mejor espíritu para buscar el mejor efecto. Ahora, más si cabe, es menester trabajar en esa voluntad social del retorno a lo equitativo, para huir del continuo diario de contracciones que tanto nos amortajan. Precisamente, en un momento en que el mundo batalla contra la maldita pandemia de Covid-19, la perspectiva del Día Mundial de la Ciencia que se conmemora hoy, 10 de noviembre, debe estar más que nunca al servicio de la humanidad. No olvidemos que cualquier avance, a lo largo de nuestras andanzas, ha estado motivado por las acciones humanas. Hoy, como no podía ser de otra manera, también necesitamos respuestas adecuadas, sobre todo para salvaguardarnos como especie, en un planeta enfermo. En consecuencia, le corresponde a ese orbe científico trabajar duro y en unión, como asimismo a cada uno de nosotros, si en verdad queremos mejorar la salud, tanto la del planeta como la nuestra propia. Cada cual desde su posición, está llamado a colaborar y a cooperar en ese bien colectivo que ha de derramarse en beneficio de todos. No podemos excluir a nadie. Nos necesitamos mutuamente. Unos para mejorar ese espíritu científico y tecnológico, pero además otros para humanizar nuestro personal destino. Caminar en antítesis, con nuestro particular raciocinio, es el estado moral más intolerable. Cuesta entender, por ende, el fin de la conciencia histórica, el desprecio a todo lo pasado, la manipulación permanente para justificar acciones que nos llevan al desmoronamiento total. 


Necesitamos, pues, de otras estéticas para ahuyentar las miserias y poder tolerarnos. Ciertamente, la tolerancia de uno mismo ayuda a disculpar los defectos y también a hacer nuevos propósitos de obediencia y consideración, que tanto escasea entre nosotros. En todo tenemos que tomar una mayor cognición que, sin duda, permitirá poner remedio a tantos males que nos sobrecogen a diario. La quietud no ha provocado nunca ninguna contienda; la inquietud, sin embargo, ha cubierto la tierra de desesperanza. Desde luego, se echa en falta una mayor concientización de los valores y los bienes fundamentales, que son la base de las relaciones entre los pueblos, la sociedad y la ciencia. De ahí, lo importante que es un replanteamiento naciente para promover el progreso integral de cada ser humano y de la sociedad en su conjunto. No podemos desfallecer en ello, el diálogo permanente y el discernimiento son indispensables, especialmente en este momento de tantas complejidades y confusiones. La cercanía entre semejantes nos exige, asimismo, otro ánimo más contemplativo. Todo esto suscita, mar adentro, un profundo deseo de gratitud. Es la sensación que experimentamos cuando admiramos un avance científico o una obra de arte, fruto de la lucidez del ser humano, pero a la par consecuencia de la conmoción de compañía que vive en su interior. Al fin y al cabo, tanto el arte como la ciencia, son herramientas que nuestro propio ser pensante ha activado para comprender el mundo que le rodea, incluso para aplicar esos conocimientos en su beneficio de salvaguardia y encomienda, ¡jamás de explotación! Tal vez tengamos que proclamar, con una mayor seriedad, que estos sistemas de abuso y aprovechamiento de vidas humanas tengan tolerancia cero en el planeta.


De esto salimos juntos


Es verdad que a lo largo de esta crisis sanitaria sin precedentes, tenemos que aplaudir la labor de multitud de gente, organizaciones e instituciones, esforzadas en la entrega generosa, en acercar la irradiación de las colaboraciones científicas a todo el globo, pero no menos exacto es, de igual forma, que la unidad de nuestros pueblos tampoco es un simple ensueño del ser humano; sino, al mismo tiempo, ineludible mandato de la providencia. Al fin, todo debe participarse universalmente. De no hacerlo, generaremos una atmósfera general de frustración, soledad y desesperación, ante el debilitamiento de los valores humanos y del sentido de responsabilidad.