"Ya está el camión" -alguien grita- y un niño se larga a llorar porque le han dicho que no habrá lugar para cargar su viejo triciclo; que ya no sirve, le repinten, que la goma de sus rueditas no quiere saber más nada, que no podrá rodar; él lo imagina abandonado y eso lo desespera.

 
En un rincón ceniciento, el perro mira con penetrante tristeza, sin saber si él cabrá en la mudanza. El gato se ha escondido bajo la cama grande. Desde esa cueva improvisada, sus ojos de centellas espían el mundo que se le está viniendo encima. Primero hay que cargar los palos del fondo; uno nunca sabe lo que necesitará en el nuevo destino, ese confín extraño donde aún nada cabe.  


Debajo de una puerta arrumbada, apareció el viejo cochecito donde los niños discurrieron su infancia, aquellas doradas jornadas cuando todo estaba por inventarse, cuando todo un cielo de ilusiones nos esperaba en el ruedo de la calle. Ojos casi llorosos miran todo como al descuido, como tratando de proteger con la mirada un pasado que ha sido acumulado arbitrariamente y que tiembla en la puerta de la vetusta casa que se niega a la soledad, pero que, hoja a hoja, pierde el árbol de los rumores, pierde garabatos de vida allí acumulada y gana sombras. 


Todos se sorprenden por la cantidad de objetos que han ido amontonando y el más viejo mira más allá: se desmorona en sueños perdidos, cuando se le viene encima todo lo que el hogar ha atesorado en vivencias, nostalgias y navidades. "Va a haber que realizar varios viajes" comenta alguien. Es demasiada vida la que hay aquí. Como cuando septiembre proclamaba algunos cumpleaños y la casa se llenaba de carcajadas y festejos, esta mañana los hijos se han convocado espontáneamente a rejuntar sentimientos que yacen tiritando en cada cosa que se carga en el camión y a despedirlos como quien despide a un amigo que no volverá a ver. 


"No te olvidés de los papeles del nono". "¿Te parece?". "Y, sí, él fundó este humilde reino y acordate que, mientras estuvo lúcido, todos los días escribía algo en sus cuadernillos. Su vida y la nuestra están ahí". 


Ya atardece. Desde el oeste se ha descolgado un pájaro de carmín y la fina llovizna torna todo más desolado. La estrofa melancólica del tango parece asaltarnos: "¡Qué ganas de llorar en esta tarde gris...!".  


El viejo camión toma la calle del olvido, pero su olvido es una invitación a lo imposible; por eso, desde su caja desvencijada, se aleja de todo lentamente y comienza a crujir ausencias. La tarde se conmueve hasta las lágrimas, cuando el nene más chico sacude su manito despidiéndose de todo, desde la caja del camión.