El mundo se mueve en una encrucijada de caminos en los que únicamente la senda de la integración entre culturas puede ayudarnos a un futuro armónico verdaderamente esperanzador. La humanidad hoy corre serios peligros de extinción.

O conciliamos nuevos abecedarios que nos reconcilien para vivir unidos, o esta deshumanización que soportamos nos lleva al caos más tétrico.

Cada persona tiene tras de sí una contribución que hacer a la sociedad y hay que dejarlo que se pueda realizar humanamente como individuo. Nadie puede ser excluido, todos tenemos algo que aportar, pues la vida es como un poema en el que todos los versos son requeridos para embellecer el planeta.

En consecuencia, las diversas culturas han de aprender a compartir el intercambio de experiencias y buenas prácticas, cuando menos para prevenir los flujos de mercancías ilícitas, así como mejorar la localización de personas que son auténticos lobos para sí mismos y los demás.

Nuestra historia como especie pensante está crecida de trágicos capítulos de venganza y odio, de los que hemos de tomar buena nota para que no vuelvan a suceder. Hoy más que nunca, tenemos que dignificarnos, permanecer en guardia ante posibles locuras humanas, hacernos valer como ciudadanos, pensar en nosotros como familia para poder sentirnos linaje, desde la tolerancia y el respeto por los derechos humanos de todas las personas. Lo que no es aceptable es quedarse indiferente ante esa multitud de acciones asesinas.

En 2012 ya surgieron los primeros informes del uso de armas químicas en Siria. A partir de entonces, los alcances han sido frecuentes. La comunidad internacional no puede mirar para otro lado. Tampoco podemos quedarnos en la mera prohibición, hay que hacer justicia, más pronto que tarde, a los que infringen la normativa internacional, porque representan una barbarie que no podemos tolerar.

Es hora de unirse y activar todos los diálogos, pero también de construir un mundo más seguro y responsable. Si en verdad queremos un orden más poético, basado en la unidad de todas las culturas, hay que promover otra escala de valores, más humanista, que genere un clima de confianza y de convivencia sincera.

Por desgracia, somos una generación que hemos perdido el sentido humano de las cosas. Todo lo dilapidamos en caprichos, en lugar de activar un desarrollo más de la vida que de la muerte, de los valores y no del valer, de la salud y la lucha contra la pobreza extrema. Estoy convencido de que tenemos que despertar a un corazón más justo y generoso.

Quizás sea necesario repensar muchas cosas para poner fin a las hostilidades, adoptando otras medidas más solidarias, sobre todo para garantizar el acceso sin obstáculos a la asistencia humanitaria, que tantos ciudadanos nos imploran cada día. A veces pienso que es hora de limpiar la tierra de cizaña, pero no de manera altanera, sino con la compasión y la sencillez de tantos sufrientes, con la moderación y el intelecto preciso, con el sentido de tender la mano y la búsqueda del abrazo. Sea como fuere, no podemos seguir destruyéndonos, sino reencontrándonos. Nunca me cansaré de repetirlo. Prevalezca la razón y no las armas.