Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”.  Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado.  Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.  Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes!  Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”.  Al decir esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban al Espíritu Santo.  Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan” (Jn 20,19-23).


San Lucas presenta en el capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles el relato del acontecimiento de Pentecostés, que escucharemos hoy en la primera lectura.  Introduce el capítulo con la expresión: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar” (Hech 2,1).  Son palabras que se refieren al cuadro precedente, en el que san Lucas había descripto la pequeña comunidad de discípulos, que se reunía asiduamente en Jerusalén después de la Ascensión de Jesús al cielo (cf. Hech 1,12-14).  Es una descripción muy detallada: el lugar “donde vivían”, el Cenáculo, es un ambiente en la “habitación superior”.  A los once apóstoles se les menciona por su nombre, y los tres primeros son Pedro, Santiago y Juan, las “columnas” de la comunidad.  Juntamente con ellos se menciona a “algunas mujeres”, a “María, la madre de Jesús” y a “sus hermanos”, integrados en esta nueva familia, que ya no se basa en vínculos de sangre, sino en la fe en Cristo.  El libro de los Hechos subraya que “todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu” (Hech 1,14).  Por tanto, la oración es la principal actividad de la Iglesia naciente, mediante la cual recibe su unidad del Señor y se deja guiar por su voluntad, como lo demuestra también la decisión de echar a suerte  la elección del que debía ocupar el lugar de Judas (cf. Hech 1,25).


Esta comunidad se encontraba reunida en un mismo lugar, el Cenáculo, durante la mañana de la fiesta judía de Pentecostés, fiesta de la Alianza, en la que se conmemoraba el acontecimiento del Sinaí, cuando Dios, mediante Moisés, propuso a Israel que se convirtiera en su propiedad de entre todos los pueblos, para ser signo de su santidad (cf. Ex 19).  Según el libro del Éxodo, ese antiguo pacto fue acompañado por una formidable manifestación de fuerza por parte del Señor: “Todo el monte Sinaí humeaba, porque el Señor había descendido sobre él en el fuego.  Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia” (Ex 19,18). En el Pentecostés del Nuevo Testamento volvemos a encontrar los elementos del viento y del fuego, pero sin las resonancias de miedo.  En particular, el fuego toma la forma de lenguas que se posan sobre cada uno de los discípulos, todos los cuales “se llenaron de Espíritu Santo” y, por efecto de dicha efusión, “empezaron a hablar en lenguas extranjeras”  (Hech 2,4).  Se trata de una especie de nueva creación. En Pentecostés, la Iglesia no es constituida  por una voluntad humana, sino por la fuerza del Espíritu de Dios.  Inmediatamente se ve cómo este Espíritu da vida a una comunidad que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de Babel (cf. Gen 11,7-9).  Sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y en la aceptación recíproca de la diversidad, puede liberar a la humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere dominar y uniformar todo. 


A partir del acontecimiento de Pentecostés se manifiesta plenamente esta unión entre el Espíritu de Cristo y su Cuerpo Místico, es decir, la Iglesia.  Hay un aspecto singular de la acción del Espíritu Santo, es decir, la relación entre multiplicidad y unidad.  De esto habla la segunda lectura de hoy (1 Cor 12, 3-13).  En el acontecimiento de Pentecostés resulta evidente que a la Iglesia pertenecen múltiples lenguas y culturas diversas: en la fe pueden comprenderse y fecundarse recíprocamente.  En el acto mismo de  su nacimiento la Iglesia es ya “católica”, universal.  Llegados a este punto, y para concluir, el evangelio de san Juan nos presenta una palabra que armoniza muy bien con el misterio de la Iglesia creada por el Espíritu.  La palabra que Jesús resucitado pronunció dos veces cuando se apareció en medio de los discípulos en el Cenáculo, al anochecer de Pascua: “Shalom”, “Paz a ustedes” (Jn 20,19.21).  La palabra “shalom” no es un simple saludo.  Es mucho más: es el don de la paz prometida y conquistada por Jesús al precio de su sangre.  

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández