A Federico Ruarte lo empuja algo que no se compra ni se aprende en ningún lado. Algo que no se hereda ni se improvisa: inconformismo. Lo lleva tan arraigado que se lo tatuó. En su brazo derecho, se ven las letras “I” y “C”. Se lo hizo en su viaje de egresados, cuando solo tenía sueños. Pero él ya sabía quién era. Y más importante aún, sabía en quién quería convertirse. “Básicamente es una declaración de guerra hacia la mediocridad. Me lo tatué porque sabía dentro de mí que estaba para mucho más de lo que venía haciendo. Me sirve como recordatorio cuando tengo fiaca, miedo o no quiero hacer algo. Lo miro y me digo a mí mismo que estoy para mucho más”, dice este chico que con apenas 20 años dirige “El Club del iPhone”, una empresa dedicada a comercializar productos Apple que emplea de forma directa a 20 personas, además de los freelancers e influencers que ocupa con frecuencia. Tiene dos sucursales -una en Rivadavia y otra en Capital- y está a punto de abrir una sede para servicio técnico con espacio de coworking. También ya tiene en marcha la apertura de un local en Mendoza.
La historia parece de película, pero no tiene nada de ficción. Federico nació en una familia de clase media, en el Barrio FUVA. Hijo de un chofer de larga distancia y de una manicura, asistió a colegios religiosos: al San Agustín en la Primaria y a la Fray Mamerto Esquiú en la Secundaria. Dice que desde chico fue muy “inquieto” y que siempre quiso generar su propio dinero: “Me interesaba la compra-venta. Me daba cosa pedirle plata a mis viejos. Siempre me gustó tener mis cosas, con mi esfuerzo”.
En tercer año del secundario ya devoraba libros de finanzas y videos de emprendimiento en YouTube. Su primer negocio, siendo todavía un adolescente, fue con bijouterie: compraba por mayor y vendía por Instagram. “Al principio me gastaba todo en ropa o salidas, pero después empecé a darle más importancia al manejo del dinero y ahorraba todo sabiendo que podía llegar a hacer algo importante a temprana edad”, dice con una madurez notable.
El impulso por emprender no se detuvo. Después vendió cigarrillos electrónicos a comisión y luego accesorios tecnológicos, hasta que trabajó como vendedor web en una tienda de productos de belleza. Fue la única vez que tuvo un jefe. Pronto montó un negocio similar por su cuenta y le iba muy bien, pero lo cerró por problemas, en ese momento, difíciles de solucionar. Entonces, a los 17 años y cursando el último año de la Secundaria, apostó todo: decidió meterse en el mercado de los iPhone.
El joven cuenta que, luego de buscar mucha información sobre proveedores y con 3.000 dólares ahorrados, viajó a Mendoza a comprar sus primeros cinco teléfonos. Sus padres tenían que firmarle una autorización para poder subirse al colectivo. “Hacía así: me iba en el primer bondi que salía, compraba los celulares y me volvía al toque para ir directo al colegio… siempre llegaba tarde”, recuerda entre risas al revelar que estaba lleno de tardanzas. A los aparatos los publicaba en su Instagram y día a día salía a repartirlos en su bicicleta, casi siempre a una estación de servicio cercana que le servía como punto de encuentro.
A partir de entonces, todo fue trabajo y más trabajo. “Desde ese momento, estos años han sido de mucho trabajo. No paré nunca”, afirma el protagonista. El negocio fue creciendo tanto que empezó a tomar empleados y los clientes le pedían un local físico. Así, en mayo de 2023, poco después de graduarse, con 18 años abrió el local que sigue teniendo en Rivadavia. “Es clave tener un control emocional para no gastarse lo que uno empieza a generar. Las tentaciones siempre están, me pasaba de querer comprarme el primer auto que veía, pero sabía que no era tiempo todavía. Todo lo que ganaba lo reinvertía en mercadería y publicidad”, comenta.
Pero también aparecieron los golpes, como cuando lo estafaron en más de 10.000 dólares. Un supuesto proveedor de Buenos Aires le envió a un “socio” para cobrarle en mano, pero el pedido nunca llegó. En otra ocasión, una caja que debía traer iPhones venía llena de piedras y una botella de lavandina: “Ese momento para mí fue crítico. Recuerdo salir rápido del correo y largarme a llorar dentro del auto temblando entero. Sentía que todo lo que había hecho había sido en vano”.
En esos días duros fue clave el respaldo de sus padres: “Ellos siempre confiaron en mí, me apoyaron en todo. También aprendí a que todo tiene solución y a que uno se puede levantar y seguir”.
Federico hace memoria y admite que el camino para llegar a lo que es hoy no fue fácil. En el primer local, el del Paseo Ayres Village, al principio se encargaba de prácticamente todo: hacer los pedidos, atender clientes, responder mensajes, crear contenido, comprar insumos, abrir y cerrar. Siempre pensando en el progreso, invirtió en una segunda sucursal que levantó la persiana en septiembre pasado, en Capital. Y ahora trabaja en automatizar el negocio para poder dedicarse exclusivamente a hacer crecer la marca.
Actualmente vive solo en un departamento que alquila. Se levanta todos los días a las 8 de la mañana y lo primero que hace es leer: ahora está enganchado con “El poder de la disciplina”, de Raimon Samsó. Le gusta entrenar, jugar al fútbol y salir con amigos. No toma alcohol, no le gusta la noche. Dice que prefiere los planes tranquilos y que no tiene pareja.
Es de esos que construyen hacia adentro, en silencio. Y aunque en Instagram se lo ve en yates, playas o autos de alta gama, su motor no es la ostentación. Lo suyo tiene más que ver con la gratitud y con la fe en lo que viene. “Me gusta mi vida y me gusta compartirla con la gente. Recibo muchos mensajes de apoyo, y también el famoso hate. Esos comentarios de odio me dan risa y a la vez me sirven: significan que estás haciendo ruido”.
A sus padres, como forma de agradecimiento, les regaló hace poco un viaje a Punta Cana. Y a los emprendedores les obsequia este consejo: “Por más que tu negocio sea chiquito, vendas poco o no te esté yendo bien, vos comportate como el empresario que querés ser. Mentalizate en grande desde el primer día”.
Por más que tu negocio sea chiquito, vendas poco o no te esté yendo bien, tené siempre mentalidad de empresario Federico Ruarte
¿El futuro? Por ahora aclara que tiene los pies en la tierra y un horizonte claro. Proyecta formar una familia, ser papá a los 30 y llegar a los 35 “tranquilo”, con libertad para elegir si seguir trabajando o no: “Si tengo que laburar, que sea por gusto”. No le gusta definirse como empresario, aunque lo sea. Prefiere decir que está “en camino”. Lo suyo, dice, es aprender, mejorar, crecer. Y no parar.
Por eso el tatuaje en el brazo. Por eso esas dos letras, “I” y “C”, marcadas para siempre. Porque cuando todo esté en duda, cuando las fuerzas flaqueen o las cosas se pongan difíciles, Federico tiene claro qué hacer: mirar su brazo, respirar hondo y recordar lo que eligió ser desde siempre: un inconformista.

