Cuando la imagen del futbolista apareció en la tele y escuchó el apellido, los recuerdos se le vinieron como flechazos que le rompieron los lagrimales. El nene al que años atrás le daba trabajo en su puesto de flores ahora vestía la celeste y blanca de la Selección Argentina.
Lautaro Rivero, el central de River citado por Lionel Scaloni en la última convocatoria, ingresó al inicio del segundo tiempo en el amistoso contra Puerto Rico jugado el pasado 14 de octubre en Miami. En el otro extremo del continente, desde el silloncito de su departamento, en el corazón de Valle Fértil, Juan Ramón Vargas (66) no paraba de llorar frente al televisor.
Ahora que recibe al equipo de este diario también está muy emocionado, principalmente porque siente que su propia historia se ve representada en la del defensor de 22 años nacido en Moreno, Buenos Aires.
Juan carga sobre sus hombros una durísima historia. Con la voz pausada y por momentos difícil de entender producto de dos accidentes cerebrovasculares que le paralizaron toda la parte izquierda de su cuerpo, cuenta que se crió sin padre y que a los tres años fue abandonado por su madre, quien lo entregó a una mujer del pueblo de apellido Bazán que resguardaba a otros niños vulnerables. Dice que andaba mucho en la calle y que, pese a su corta edad, ya sentía la necesidad de marcharse del Valle para “tener una mejor vida y poder estudiar”. Así fue que con 10 años y sin decirle nada a nadie se subió al acoplado de un camión. Ahora se da cuenta de la peligrosidad de la travesura, pero en ese momento mucho no entendía. En ese primer vehículo, recuerda, llegó hasta Córdoba, donde pasó un día comiendo frutas en un mercado. Hasta que escuchó que estaba por salir otro camión, cargado con cebollas, con destino a Buenos Aires. Casi ni lo dudó.
“Llegué al Mercado de Abasto, ahí en Avenida Corrientes, que ya no existe más porque después hicieron un shopping. Ahí me quedé, ahí me terminé de criar, en la calle”, comenta.
El hombre cuenta que al principio todo fue muy duro: “Dormía en la calle, debajo de los puestos de diario, y comía de los tachos de basura. Lo que nunca pude hacer es ir a la escuela, si ni papeles tenía. Mi familia, ni nadie, nunca me buscó”.
Juan añade que empezó a hacer changas en el mercado, ayudando a descargar o cargar camiones. Asegura que siempre fue muy responsable, que cuidaba mucho lo poco que ganaba y que nunca cayó en los vicios, pese a que otros chicos tomaban y se drogaban al lado suyo.
De esa forma comenzó a ganar autoridad y respeto, al punto que -ya en su juventud- formó su propia cuadrilla para carga y descarga. Fue ahí que conoció al padre de Lautaro Rivero: “Se llama Rubén, era empleado mío en el mercado, trabajaba conmigo, muchos años estuvimos juntos”.
Años más tarde la vida lo iba a cruzar con su hijo: “Yo después me hice taxista y tenía un puesto de flores en Paraná y Montevideo, a una cuadra de la casa que tiene Cristina en Recoleta. Un día que voy al Mercado Central a buscar flores para el puesto veo a un chico que andaba con una canasta y llevaba cosas para vender. Yo lo miraba porque su cara se me hacía conocida, yo decía ‘a este chico lo conozco de algún lado’. Le digo ‘vení’. ‘Sí, señor’, me responde. Le pregunto cómo se llama. ‘Rivero’, me larga. Le digo ‘¿vos sos hijo del Pachón?’. Me dice que sí y me pregunta cómo conocía a su papá. ‘¿Qué no sabés quién soy yo? Tu papá laburaba conmigo’. Ahí se acordó: ‘Ah, usted se llama Juan y trabajaba en el Abasto con mi papá, usted lo ha ayudado mucho’. Eso me lo dijo porque en esos años a casi todos los empleados de ahí los hacían laburar como negros, como esclavos. Pero yo no quería eso, yo fui cambiando las condiciones y por eso todos me respetaban y hablaban de mí”.
Juan cuenta que el chico, desconocido para todo el mundo, “me cayó bien, me simpatizó, se lo veía respetuoso. Entonces le dije que fuera por mi puesto porque quería ayudarlo, porque yo sé lo que es sufrir, sé lo que es andar en la calle vendiendo, sé lo que es no vender nada”. Para su sorpresa, “me apareció un día viernes y me dijo que no tenía nada para hacer. Le dije que se quedara conmigo en el puesto, que le iba a enseñar a vender flores. Me ayudaba a armar los ramos y él los ofrecía en el semáforo. Tenía actitud y le gustaba, además de ganarse algo de dinero. Me decía que era para ayudar a su mamá y a los hermanitos. Después se desapareció”.
El protagonista de esta historia, hincha de Independiente y padre de 6 hijos (una falleció) fruto de tres matrimonios, se emociona varias veces durante su relato. “He tenido una infancia muy dura. Sin madre, sin padre. Pasar hambre, frío. Sin fiestas, sin cumpleaños. Yo no conocía nada de eso. Por eso me pone tan feliz que ahora a este chico le esté yendo bien”, reflexiona, con los ojos empapados.
Don Juan está muy sensible también porque desde que regresó a Valle Fértil, en 2016, está muy solo pese a que en el pueblo tiene familiares. “Me vine de Buenos Aires buscando tranquilidad, eso no tiene precio. Estando allá tuve un ACV en 2014 y el año pasado tuve otro acá”, narra mientras acomoda el andador con el que camina a paso de tortuga.
En el silencio de su departamento, Juan siente que la vida, al fin, le devolvió algo. No fue dinero ni fama, sino una certeza: que su paso por el mundo no fue en vano. Porque aquel niño del Abasto, que alguna vez revolvió la basura para comer, terminó dejando huellas en otros, incluso sin saberlo. Y eso, en su voz temblorosa, es motivo suficiente para seguir agradeciendo cada amanecer en el Valle.
Los años en la calle: cómo aprendió a sobrevivir en Buenos Aires
“Dormía casi siempre debajo de los puestos de diario. Ponía un cartón abajo y otro arriba para taparme. Cuando llovía, cagaba, tenía que irme a buscar algo alto”, relata el hombre sobre los días más duros en CABA. Comenta que durmió en una cama recién a los 16, cuando con otra gente del Abasto consiguieron un refugio cercano a la casa de Carlos Gardel.
¿Cómo pasó de ser un niño indigente a tener algo de poder e incluso tener la chance de dar trabajo? “Laburando, no quedaba otra, toda la vida laburé. Vendía de todo. Fui el primero en poner un puesto de choripanes en el Abasto. Hasta vendía maní afuera de las canchas: un gordo grandote nos pasaba a buscar por el mercado a mí y a otros chicos y nos llevaba a los estadios. Hasta inventé lo de abrir la puerta de los taxis: un día, teniendo más o menos 12 años, estaba sentado en el cordón de la calle, en Corrientes y Florida, y paró un taxi, pero la señora no se bajaba porque no podía abrir la puerta. Me paré, le hice señas para que me dejara ayudarla y le abrí. Me agradeció y me dio una moneda. Ahí se me prendió la lamparita y empecé a hacerlo, siempre pidiendo permiso a los taxistas”.
Juan no sabe escribir, pero puede leer, aunque a medias. Dice que aprendió en aquellos años en los que vendía el diario cantando: “Era uno de mis primeros trabajos, hacía poco había llegado a Buenos Aires. El dueño del puesto me hacía pararme adelante de los autos, cuando se detenían en el semáforo, y como no sabía leer él me dictaba los titulares y yo los decía cantando. Pero de esa forma algo fui aprendiendo”.
El protagonista añade que los días más complicados eran los fines de semana, porque en el Mercado de Abasto no había trabajo: “Había que salir para otro lado, pero yo no me escapaba muy lejos porque tenía miedo de perderme o de que me pasara algo”. Recuerda que una noche, sentado en la esquina de Corrientes y Agüero, vio pasar a un señor con bolsas llenas de comida. “Le pregunté dónde la había conseguido pero no me quería decir porque tenía miedo de que me cayera mal. ‘Yo la saco de los tachos de basura’, me dijo. Le dije si al otro día podía ir con él y me dijo que sí. Eso fue un viernes. El sábado lo esperé y fue lo mejor que hice: no te das una idea las porciones de pizza, los pedazos de pollo, de asado. Yo me lo devoraba”.
Ahora, en Valle Fértil, tratando de vivir de la mejor manera sus últimos años, Juan revive las anécdotas con la serenidad que le da haber sobrevivido a todo. Dice que ya no le debe nada a nadie y que, pese a las secuelas de los ACVs, agradece poder contarlo.
El relato de Lautaro Rivero
La presentación oficial de Lautaro Rivero en el Chase Stadium contra Puerto Rico no solo representó un momento bisagra en su carrera, sino que también simbolizó la culminación de un recorrido marcado por la perseverancia y el esfuerzo familiar. El defensor cumplió su sueño del pibe cuando ingresó en reemplazo de Otamendi para disputar el complemento.
En su infancia, mientras jugaba en las divisiones inferiores de River, el joven colaboraba con la economía familiar vendiendo alfajores, entre los diversos empleos informales que tuvo durante su formación. Él mismo lo contó en una entrevista reciente con Fox Sports Radio, en la que rememoró los momentos que tuvo que atravesar y cómo se rebuscó la vida a la hora de vender en la vía pública. “No solo alfajores, sino que también vendía flores. Iba al mercado central o a La Salada a vender cuadernos. Eso lo hacía siempre cuando nos agarraban las vacaciones en las inferiores en River, yo me las pasaba vendiendo. Fue un proceso que me marcó la vida. Para mí y para mi futuro. A pesar de todo, jamás dejé de entrenar e ir a River. Sabía que en algún momento iba a solucionar mis problemas, pero también sabía que entrenando solo a la mañana no me iba a alcanzar”, recordó durante esos días. Hoy su actualidad es completamente opuesta. Y la vida le dio la posibilidad de tocar el cielo con las manos.

